Nota Biográfica

N. BIOGRÁFICA


 

Dicen que el que habla mucho sobre sí mismo en realidad tiene poco interesante que contar, y algo de eso hay. Pero, por otra parte, es peligroso callar al respecto, porque se arriesga uno a que sean otros los que definan la imagen que proyecta. Así que, a lo largo de los últimos 15 años, he llegado a una especie de posición intermedia al conseguir que la reseña biográfica, en las webs que he ido teniendo, las escribieran personas cercanas a mí. Pero en esta ocasión y para no repetir demasiado el método, seré yo mismo quien la haga.

       De entrada, quiero dejar clara una cuestión: soy León Arsenal; ese es mi nombre. Ese y ningún otro. Como las redes están llenas de información no autorizada —que no es lo mismo que inexacta— me encontrarán con otros o incluso otros nombres. Pero no importa eso ni lo que ponga en mi DNI. En lo que a ustedes respecta, soy León Arsenal.

       Me fastidia que mencionen mi nombre legal en público y más todavía que me pregunten por él; y no digamos cuando dicen que León Arsenal es un pseudónimo. No lo es. Es un heterónimo, que es algo bien distinto, por más que el primer término tienda a equipararse en la actualidad al segundo. Un pseudónimo es un nombre falso tras el que alguien se esconde por la razón que sea, legítima o no. En cambio, un heterónimo es un nombre distinto del legal y que se utiliza, sin ánimo de ocultarse, en ciertos ambientes o actividades.

       Los apodos familiares son heterónimos que se usan en el círculo familiar o de amistades íntimas. Los nombres artísticos son heterónimos también. Quédense con la diferencia y recuerden que, para ustedes, yo soy León Arsenal. No soy Antonio Álvaro, que es mi nombre legal y tampoco El Negro, que es un antiguo apodo por el que todavía me llaman algunos muy viejos años. Y menos Chache, que era como me llamaban de pequeño en mi casa.

       Aclarado ese extremo, les voy a revelar un dato que no consta en casi ningún sitio —o al menos no constaba, porque seguro que, tras publicar esto, irá apareciendo en otros lugares— y es que comencé estudios de Medicina. Luego pasé a Marina Civil y de ahí salí con la profesión que fue la mía durante algunos años: la de piloto de la Marina Mercante. Más de uno dirá que ¡vaya cambio!, pero para alguien como yo tiene cierta lógica. Porque siempre fui de esos a las que las personas benévolas llaman «mentes inquietas» y las más rigurosas «algo dispersos». Es decir: que me interesan muchos y muy distintos campos, y que en esos tengo una facilidad natural para asimilar conocimientos.

       No crean que eso es a priori ninguna ventaja. En mi ya muy lejana época escolar, yo era de esos chicos que sacaban sobresalientes en Ciencias Naturales o Historia, y un 2 o un 3 en materias como el Latín. La enseñanza cuenta ahora con más herramientas, eso se detecta y, manteniendo las ventajas, procuran corregir los inconvenientes que «talentos» de esa naturaleza causan. Pero allá por los años 60 y 70 no era así. Y no era cuestión de cabezonería, de no estudiar lo que no me apetecía, como pensaban algunos profesores. Era simplemente que no me entraba por mucho que me esforzase… que tampoco me esforzaba mucho, eso es cierto. ¿Para qué estudiar Latín, si no conocía yo a nadie que lo hablase, pudiendo leer sobre dinosaurios, leones o grandes batallas?

       En fin, que interesarte por muchos campos hace que no te centres en ninguno, claro. Cosa que tiene de entrada sus desventajas y que me causó no pocos problemas durante las primeras décadas de mi vida. Luego, llega un momento en que has acumulado una montaña de conocimientos varios, así como vivencias y experiencias y, de repente, eso se convierte en una gran ventaja para la supervivencia. Y más en estos tiempos en los que muchos nos vemos obligados a reinventarnos una y otra vez, si queremos salir del paso. Más o menos es lo que el filósofo Bourdieu llama capital cultural y, aunque al principio supone un lastre, cuando ha crecido lo suficiente, de año en año, es como dinero contante y sonante.

      La primera vez que tuve que reinventarme en serio fue al quedarme en tierra a comienzo de los 90 del siglo pasado, gracias (lo de gracias es un decir) a un cambio legislativo que dejó de considerar a la flota mercante sector estratégico. Eso permitió a los armadores abanderar sus buques en flotas de conveniencia, donde las normativas sobre seguridad y las leyes laborales son más laxas. Por decirlo con crudeza, con lo que me pagaban a mí en un barco español podían contratar en uno liberiano a toda una tripulación de maldivos y si el barco se hundía y los tripulantes se ahogaban no salía en las noticias.

      Ustedes se dirán «¿Y a mí que pimientos me importa eso? Aquí todos las hemos pasado canutas». Tienen razón, pero es que es necesario que se lo comente para que entiendan por qué para ustedes yo me llamo León Arsenal. Porque comencé a escribir cuentos cuando navegaba y, como en los barcos se trabaja mucho, suponía yo que nunca llegaría a producir más allá de un par de puñados de relatos a lo largo de mi vida. Y, como no me apetecía que mis colegas pudieran reconocer mi nombre en ellos, opté por un heterónimo.

       Ese fue León Arsenal, un nombre que llama la atención y por el que me preguntan a menudo, por lo que lo voy a explicar aquí, a ver si así me ahorro hacerlo en el futuro. León Arsenal es un nombre que más que sonoro es resonante, lo admito y fue buscado. Me parece absurdo adoptar un heterónimo más gris que el nombre legal. Y yo quería que resultase obvio que es eso: un heterónimo. Nadie tiene la suerte de nacer y que le pongan un nombre así.

       Además, elegí el apellido Arsenal porque, aun siendo un término que procede de una palabra árabe que ha dado los vocablos Arsenal y Dársena, no generó apellido español. Lo comprobé antes de adoptarlo, puesto que no deseaba adoptar un apellido demasiado raro, de esos que solo llevan unas docenas de personas. Algo así me parece casi una apropiación ilegítima.

       Pero resulta que el apellido Arsenal sí existe en España. De ello me informó una amable señora que se acercó a una firma que tenía en la Feria del Libro de Madrid. Arsenal es apellido italiano al parecer, llegó a España en el siglo XIX y varias personas lo tienen como primero o segundo. De haberlo sabido, habría usado otro por las razones antes dichas, aunque aquella señora no estaba enojada por la apropiación sino solo curiosa.

       Ah. De paso, por favor, repitan conmigo: es Arsenál, no Ársenal. El primero soy yo, un escritor, y el segundo un equipo de fútbol inglés.

      Siguiendo con mi historia, al quedarme en tierra comencé a escribir con más asiduidad. A comienzos de este siglo publiqué mis primeras novelas, en el 2004 me llegó mi primer premio importante y en el 2005 el segundo, lo que supuso, amén de un buen dinero, una tremenda promoción. A esas alturas, desde luego, no iba a cambiar ya de nombre público y el heterónimo se comió en seguida al nombre legal. Tanto que la inmensa mayoría de la gente me conoce y llama a estas alturas León, y eso incluye a personas de mi círculo más íntimo que ingresaron en él tras esas fechas.

       Desde entonces soy escritor profesional, entendido por tal el que obtiene una parte considerable de sus ingresos gracias a la literatura. Y observen que digo literatura y no libros. Vivir de la literatura suele ser gracias a un pack que forman los derechos sobre ventas, conferencias pagadas, cursos, talleres literarios y demás actividades colaterales. Dicho sea de paso y hablando de colaterales, mi curiosidad me llevó de manera inevitable a la radio y a la televisión, a dirigir revistas literarias, a coadministrar una web también literaria…

       En fin, que tampoco hay por qué alargarse más de la cuenta. Mejor les dejo algunas frases que me dedicaron diversos amigos —que fueron escribiendo notas biográficas sobre mí— y que me gusta conservar conmigo.

      Decía Javier Negrete que «León es un gran cuentista… en todos los sentidos. No penséis que le estoy tildando de embustero, aunque los marinos, desde el viejo Ulises, siempre han tenido fama de mentirosos. No, me estoy refiriendo a sus cualidades de narrador y fabulador, que no solo manifiesta en los cuentos y novelas que escribe, sino también en las conversaciones tabernarias, a las que es muy aficionado».

      Rodrigo Escribano comentaba que «digo “personaje” con toda intención, porque León cultiva una imagen. Imagen que no es falsa pero sí elaborada. No es artificio pero sí construcción. Una especie de maquillaje que no pretende engañar sino realzar unos rasgos y suavizar otros. Es una forma de ser propia de ciertas personas, natural a ellas. Y, en el caso de León me hace recordar una de sus novelas más originales e imperfectas, Máscaras de matar, en la que los protagonistas usaban máscaras no para esconderse sino para jugar roles concretos, sacar a la luz otras facetas de sí mismos».

      Y la más antigua y quizá la más divertida, obra de Eugenio Sánchez: «Místico, buen lector inveterado, aficionado al género de toda la vida, bebedor impenitente y buen conversador en las charlas de taberna.»

      Hay más, pero me queda con esta y, si se fijan, llevo ya millar y medio de palabras hablando de mí y sin contar tampoco en exceso. En este caso es voluntario, ya que el secreto de aburrir está en contarlo todo. Hacer algo así es, no un arte, pero sí un recurso del que no conviene abusar. Por eso es mejor que rematemos aquí esta Nota Biográfica a la que algunos considerarán, al menos en parte, un ejercicio de egografía. Y tendrán razón.