Estuve limpiando fondo de armarios; esto es, deshaciéndome de un montón de ropa que he ido guardando y a la que los años han ido volviendo inservible. Cuando esto ocurre, ya saben, se encuentran prendas olvidadas o perdidas, y se tiran un buen montón de ellas.Así es como he ido a toparme con mis viejos zapatos marrones. Los compré allá por el 2004 (¡cómo ha pasado el tiempo!). Tres años, claro, son mucho para unos zapatos. Tenía cariño a esos en especial, que han estado conmigo en todos lados. Los llevé a Bulgaria, y a mis dos viajes a Argentina. Ya allí estuve a punto de deshacerme de ellos; de no traerlos de vuelta, pero al final los guardé en la maleta. Pero ahora, al echarles de nuevo el ojo, he tenido que asumir que ya están inservibles. Los zapatos marrones sufren más el paso del tiempo que los negros, sobre todo por el tema de las posibles manchas que les puedan caer.No me he decidido a tirarlos, sin embargo. En vez de eso, los he llevado a uno de esos contenedores para ropa usada. Sé que tienen bastante mala fama, y que con frecuencia han sido usados por organizaciones sin escrúpulos que, con el cuento de la solidaridad, han recogido prendas para después venderlas en establecimientos de ropa usada. No sé cuál es la fiabilidad de estos tipos en cuestión pero, en este caso, tampoco me ha importado. Preferiría que acabasen en los pies de alguien que lo necesitase, desde luego. Pero, en el caso de mis viejos zapatos marrones, lo que más me importaba era darles un poco más de margen, algo más de carrera, ya que han corrido conmigo tantos kilómetros, y algunos tan importantes en mi vida.Y, sea cual sea la catadura de quienes lo recojan, en este caso está asegurado.
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