El otro día fue uno de esos de viento, mucho frío y cielo despejado. Uno de esos días de invierno en Madrid, gélidos y de sol brillante. Cuando yo era un chaval, los viejos salían en esos días a tomar el sol, puede que para estar en abierto, aprovechando que el aire del norte se lleva la contaminación y los humos, o tal vez para caldearse un poco al resplandor.
Lo recordé porque, yendo por la calle, me encontré a un viejecillo haciendo precisamente eso. Estaba parado junto a una pared, con pelliza y garrota, tomando el sol. Es una estampa ya muy poco habitual, aunque sólo sea porque ahora hay un montón de casas de la tercera edad. Ahora los viejos se van a esos lugares, o los dejan allí los hijos o nietos, y los recogen luego. Se juntan, se cuentan sus batallitas, juegan a las cartas y se pelean. Porque los viejos son tan pendencieros como los adolescentes.
En mi barrio, curiosamente, la casa de tercera edad está situada en la casa donde yo nací. Vine al mundo antes de tiempo, sin avisos, por eso mi madre no pudo ir a la maternidad. El caso es ahora esa casa es lugar municipal. Y por eso es difícil ver a viejos al sol. Casi nada es como antes. Ni los viejos se llaman viejos, o tan siquiera ancianos. Ahora son mayores, creo, hasta que a algún cerebro reseco y bienpensante se le ocurra que también es denigratorio el término.
Pero, a lo que íbamos. Que antes era habitual ver a viejos, solos o en grupo, tomando el sol en estos días claros y fríos de invierno. Al ver a aquel, el otro día, me pregunté qué estaría pasando por su cabeza mientras estaba allí parado. Siendo un niño no me lo preguntaba. Para mí que los viejos tomasen el sol era parte del orden natural. Supongo que de pequeño no te cuestionas siquiera muchas cosas. Pero ahora me lo pregunto. Algunos tienen la expresión abstraída, otros miran la gente pasar y los hay que tienen cara de agobio. Este la tenía. ¿Por qué? Puede haber una docena de causas. Yo no sé.
Luego, seguí mi camino, el viejo quedó atrás, volví a darle vueltas a mis cosas y no volví a pensar en todo esto hasta hace un rato.
Cuando me mudé a la calle Cochabamba, descubrí que era cierta una costumbre de la que había oído hablar pero no había visto, por la sencilla razón de haberme críado en el centro de Buenos Aires.
Los viejos, en las tardecitas de otoño o primavera se sentaban a la puerta de sus casas a ver pasar las horas. Alguno arrastraba su silla hasta otro portal y charlaban hasta que caía la noche.
Tenía algo anacrónico y tierno.
La costumbre se fue con los últimos viejos de la cuadra.