Esta mañana, una pareja de mejicanos, con aspecto de mejicanos, andaban bastante agobiados, tratando de que alguien les dijese dónde estaba la boca de Metro de Tirso de Molina. Como no les respondía nadie, estábamos en la misma plaza de Tirso de Molina y la boca del metro a cinco metros, yo se lo he indicado. Lo que no sabía esa buena pareja era que nadie les contestaba no por hostilidad, sino porque en domingo, a ciertas horas y en esa plaza, es mucho más fácil encontrar a alguien que no habla español que a un indígena. La plaza es aledaña al Rastro y, a esas horas, verdaderas hordas de turistas extranjeros se precipitan hacia la zona.
En esa plaza, de toda la vida, he conocido una especie de contra-rastro, hecho de tenderetes anarcopunki, con la adición de algún gitano inevitable, que vende pilas y otras baratijas a la salida del metro. Está ahí desde siempre –referido ese siempre a mi experiencia-. Cuando iba hacia el Rastro, con diecisiete, ya estaban las mesitas, y ahí siguen. El problema es que han pasado muchos años. La verdad, ver tipos de cuarenta y tantos, con la barriga crecida y el pelo menguado, llevando camisetas del Ché sin mangas y con los sobacos al aire, crestas teñidas (en algunos casos ralas) y demás parafernalia, resulta chocante. Cada cosa tiene su edad, aún eso.
Nada tiene de extraño que a los tenderetes anarcos se unieran, hace ya décadas, los punkis. Los primeros son a los anarquistas lo que los segundos a los nihilistas, una variante macarra y barriobajera de los mismos, y la fusión era casi inevitable. Pero luego ahí han ido recalando otras clases de gentes y productos ideológicos de más difícil explicación, desde grupúsculos comunistas a nacionalistoides. Han desaparecido tenderetes, puede que por fatiga o por la reforma última de la plaza. Ya se esfumaron, hace mucho, los chiringuitos troskistas, maoístas y demás. Y algún recambio ha habido.
Hoy, precisamente, me he fijado que había una mesa ocupada en su mitad con libros de tangos y el resto con biografías (hagiografías más bien, supongo) de Fidel Castro, así como algunos folletos sobre un desaparecido en concreto en Argentina. Algo más allá, un puesto con un par de chavales más jóvenes que era como el paradigma de ese mercadillo. Tenían muñequeras y banderitas de ERC (sí, lo juro), ikurriñas, de la II República y de Jamaica (supongo que por la marihuana). Súmese todo eso a las sempiternas camisetas del Ché. Mayor batiburrillo de ideologías contrapuestas al anarquismo, imposible.
Pero es que ese lugar se ha convertido en una especie de Parque Jurásico de doctrinas cansadas, estéticas caducas y movimientos contraculturales periclitados, cuyos últimos practicantes van ahí recalando y sumándose al resto. Y lo que me preguntaba hoy era si, cuando todo eso desaparezca, echaré de menos a esos fósiles. Supongo que no. Un día, algún año, pasaré camino del Rastro y, me daré cuenta, con cierta sorpresa, que hace ya tiempo que no veo a ningún tenderete de esos. Todo lo más, algún futuro cronista de la Villa le dedicará unas líneas en el futuro, tal que así: Hubo, entre el último cuarto del siglo XX y los primeros años del XXI, una especie de apéndice al Rastro, situado en la Plaza de Tirso de Molina donde se daban cita…
No sé cuanto dinero puede uno sacar de vender productos así. Pero lo cierto es que el Rastro está lleno de tenderetes que venden las cosas más extrañas. Hoy mismo me preguntaba quién tiene el valor de parar en ciertos puestos y comprarse dos calzoncillos a tres euros, cuando todo el mundo le está mirando. La verdad, se necesita valor, al menos a mi entender. Además, hoy estaba hasta los topes. Yo me había acercado, aprovechando que el cambio de hora me daba tiempo. No contaba con que todos han hecho lo mismo y, a las once de la mañana, estaba atascado en plena Ribera de Curtidores. Eso, por listo.
Más tarde he recalado en la plaza de Vara del Rey. Esa plaza despierta en mí recuerdos encontrados. Siempre ha habido ahí ropavejeros, quincalleros y gente vendiendo antigüedades. Pero lo que recuerdo de cuando tenía quince años, era ir y descubrir que había tipos que vendían monturas de gafas usadas. Eso podría parecer prosaico, si no fuese porque también vendían crucifijos de metal, de los que se ponen en los ataúdes. No sé si será cierto, pero un amigo me dijo por aquel entonces que tanto unas como otros procedían de los restos de cementerio, de cuando se abrían las tumbas, pasado el plazo, para echar lo que quedaba al osario.
Ya han desaparecido esas cosas del Rastro, o hace mucho que no las veo. Además, en esa plaza hay cosas más agradables. En el centro, se encuentran cuatro o cinco puestos de minerales. Ahí me he detenido y, tras remirar, me he comprado una aguamarina, de Brasil decía la etiqueta. Me la he echado al bolsillo y ahí sigue.
También en esa plaza, me he comprado una pulsera, de cuero y acero. El tipo me ha timado y me ha colado caucho por cuero. En todo caso, es bonita y me la he puesto. No me he enfadado. Primero de todo, porque, después de todo, ya de por si la pulsera es imitación de una de marca, mucho más cara. Segundo, porque a este nivel, cuando te timan en el Rastro, no te están en realidad estafando, sino haciendo valer la vieja tradición de engañar al comprador. Es una cuestión más bien deportiva.
Además, hoy he salido del Rastro en empate, cosa que no se puede decir siempre. Un tipo ha tratado de venderme unas gafas de leer (de esas que llevas en el bolsillo, para no sacar las buenas; no me tengan por cutre) por el doble casi de su valor. Se lo he visto en los ojos y no he picado. Luego las he comprado en otro sitio por mucho menos. Así que salgo contento. 1-1.
1-1. Y eso en mi caso es difícil. Pese a que tengo cara de mala uva, todo el mundo, desde que tengo uso de razón, ha tratado de timarme cuando voy a comprar algo. Es algo a lo que ya me he resignado. Puede que tenga además cara de tonto, o tal vez, precisamente porque tengo cara de mal genio, muchos vendedores no se resisten a la tentación de tratar de meterme un gol. Digo yo que será por eso.
Esos puestos, en las plazas del mundo donde estén me matan de tristeza.
Prefiero no imaginarme Tirso de Molina sin esos náufragos.
Si supiera que han desaparecido, que se acabó el desfile de Chés y hojas de maría sobre desafiantes lorzillas, que ya no está el gran cartelón de la CNT… no pisaría Madrid.
Una es así de radikal: ese fue mi barrio.