Bajaba ayer a hacer unas compras, a media mañana. Más allá de un parquecito, cuyo nombre nunca he llegado a saber, a mano izquierda, hay una cuesta muy empinada y bastante larga, que en verano se hace dura de subir. Ahí, al volver la cabeza para asegurarme de que no bajaba ningún coche, antes de cruzar, me encontré con que la calle estaba ahora cortada. Había dos coches de policía municipal y dos UVIs móviles del SAMUR. Había también un cuerpo tapado con uno de esos cobertores metalizados naranja brillante, como hojas gigantes de papel aluminio.
Tal vez por cómo son el barrio y esa calle, así como por la hora, no había nadie más. Sólo la policía, los sanitarios y el muerto. Lo normal es que, cuando ocurre un accidente, en seguida se forme un remolino de curiosos. Es costumbre denostar esos corros de morbo. Pero lo cierto es que, mientras miraba cuesta arriba, quizá por estar acostumbrado a los gentíos, me chocó lo solitario de la escena. Policía, sanitarios, muerto ya cubierto. Si los curiosos y morbosos, el cuadro era casi desolado. Yo tampoco me acerqué, claro. Me quedé mirando unos instantes desde abajo, preguntándome qué había ocurrido, antes de seguir a lo mío.
Luego supe por Telemadrid que un camión de la basura había arrollado a un viejito. A saber de quién fue la culpa. A estas alturas, qué más da. Todos morimos solos, pero la muerte de este hombre fue un poco más solitaria. Supongo que fue porque los funcionarios presentes estaban a lo suyo: el muerto a un lado, cubierto, y ellos yendo de un lado a otro, midiendo y buscando restos, o charlando entre ellos. Sin nadie que lo mirase, aunque fuese por cotilleo malsano, se había convertido en uno más de los elementos urbanos presentes en esa calle, sin protagonismo especial.
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