Dentro de pocas horas se celebra un partido que muchos esperan con miedo e impaciencia, el que enfrenta a un Real Madrid en horas muy bajas contra un F.C. Barcelona pletórico. Pero yo no voy a hablar de ese partido, sino de una noticia que escuché ayer en las secciones deportivas y de Madrid. La de que el Ayuntamiento de la ciudad y la directiva del Atlético de Madrid han llegado a un acuerdo para trasladar el estadio. Se irán de la ribera del Manzanares al antiguo estadio de la Peineta, aquí, no lejos de donde yo vivo, en el norte de la capital.
Ocurre que, cuando el año pasado visité los patios del Cementerio de San Justo, topé, entre tanta sepultura de procer, con la tumba de un hombre que había puesto en su lápida el escudo del Atlético de Madrid. Era en uno de los patios de arriba y resulta que san Justo está en la orilla sur del Manzanares, justo enfrente del estadio del Atlético. Se me ocurrió –imaginar es parte de mi oficio- que aquel hombre era tan forofo del Atlético que debía, en vida, acudir todos los domingos a los partidos, y que tal vez quiso, en la muerte, estar enfrente, tener a la vista el estadio de su equipo.
Es sólo una ocurrencia, no tengo dato alguno. Pero, si fuese así, ese traslado le va a hacer polvo, porque ya no tendrá enfrente el coso deportivo, ni le llegarán los domingos de partido el rugir de la masa. Pero bueno, al menos lo tuvo durante años. Y nada es eterno, ni aún las pirámides, ni siquiera el descanso de los faraones. Tampoco iba a serlo el solaz de un hincha ya ido. Desde luego, es cierto que al final la muerte nos hace iguales a todos.
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