Lo peor de los vampiros es su arrogancia. Algo que, por cierto, suele acabar por perderles. Se jactan de su naturaleza mortífera, de su vigor sobrehumano, de ese magnetismo de serpiente suyo. Presumen de ser parte de una especie distinta, más noble y superior, que se alimenta de un rebaño llamado Humanidad. Esa es una de las razones por las que les cazo.
Pero la principal es que en el fondo esos espantajos cadavéricos no son más que deshechos del género humano. Uno de tantos grupos de marginales terminales, orgullosos de su condición. Más letales, eso sí. Pero digan lo que digan, son carroñeros nocturnos. Condenados a una existencia miserable, sin amigos ni amor. El mismo remedo de vida que arrastro yo desde que probé los besos afilados de esa que se hacía llamar Pilar.
Han pasado años y años, y desde aquella noche nuestros caminos no han vuelto a cruzarse. No importa. Tenemos toda una eternidad de noches para encontrarnos. Una eternidad de noches. Eso me susurraba ella al oído cuando yo la hablaba de amor. Solo más tarde, convertido ya en un monstruo casi inmortal, pude entender cuán sardónica era esa expresión puesta en sus labios.
Pero antes o después ella volverá. Volverá. Cualquier noche coincidiremos en algún local de moda, de los que a ella le gustan, abarrotado de gente. Cruzaré la penumbra laminada por el humo y allí la descubriré, mi mitad de la multitud. Parada, con su tez blanca, sus ojos brillantes y esa boca hermosa de boca cruel.
Entonces probará la colección que he ido reuniendo para ella. Cuchillos, tenazas, sopletes. Tengo casi de todo. Estacas de madera no. Eso mata.
Los vampiros sanan a cualquier herida, no importa lo atroz que esta sea. Se sienten más que orgullosos de esa capacidad. Pero, como casi todo en esta o en la otra vida, eso tiene dos caras. Y eso es algo que podrá comprobar ella en carne propia, noche tras noche, gracias a mi colección. Porque tenemos una cuenta que ajustar.
Y toda la eternidad para hacerlo.
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