En contra de mi costumbre, me detuve en el sitio de siempre a tomar una copa. Contrario a la costumbre no es el detenerse, que lo hago a menudo, sino tomarme la copa tan pronto. Pero eso no viene al caso.
Al caso viene que estaba sorbiendo la ginebra con tónica y, de repente, mi vi contemplando a una pareja sentada en una de las mesas. Eran más jóvenes que yo, supongo que andarían mediando la treintena, aunque soy malo calculando edades. Ella rubia, no sé si decir guapa, pero sí interesante, al menos según mi criterio. Él del montón, con un poco de barriguita y gafas. Ya sé que reparo más en ella que en él, pero soy hombre y los hombres solemos despachar la descripción de nuestro género con un par de capotazos.
La cuestión es que esos dos estaban callados. No cruzaban palabra. Pero, al revés que muchas parejas que uno ve en esa situación, no parecía deberse a agotamiento de temas de conversación. Se les veía cómodos. Era una situación natural. Y tuve la sensación de que era una de esas raras parejas que están tan compenetradas, tienen tal grado de naturalidad, que pueden tener que hablar o no, sin que eso signifique ninguna incomodidad. Que eran capaces de compartir, incluso, el silencio. Y eso es algo muy raro.
Tan raro, tan escaso, tan valioso eso de compartir el silencio en pareja que no pude por menos que sentir envidia. Envidia no sana, porque la envidia nunca es sana, pese a lo que digan. Pero se me puede perdonar, porque fue un momento y porque es comprensible. ¿No?
De acuerdo en que son valiosos (o preciosos), pero no son raros, ni muy raros, ni escasos. Fíjate bien.