Tenemos la mala costumbre de creer que, en muchos aspectos, nuestra civilización es única y sin parangón. Y justo por eso, cuando vemos en otras sociedades fenómenos o mecanismos quizá no iguales pero sí semejantes a los de la nuestra no somos capaces de reconocerlos como tales.
Un ejemplo muy claro lo tenemos en la cuestión de la redistribución de la riqueza. En la mayor parte de las culturas humanas, a lo largo del tiempo, han existido personas y grupos que han tenido a acumular posesiones y tener más que la media de sus conciudadanos. Y en muchas de esas culturas se desarrollaron fórmulas para redistribuir parte de esa riqueza que se acumulaba en unas pocas manos. En Europa, en el siglo XX, se implantó la socialdemocracia, que es un modelo tan exitoso como controvertido. Para la mayoría es una forma razonable de reequilibrar y de financiar igualdad social, pero los hay que lo ven como una trampa por la que los que más tienen ceden una fracción comprando así paz social. En realidad, como se ve en algunos países, ni siquiera es así: paga un tramo medio y alto de la población, pero los que están en la cúspide tienen mecanismos y artefactos como las sicav para pagar proporcionalmente mucho menos de lo que les correspondería.
Un modelo curioso de redistribución era el potlach de los indios del noroeste americano. Ahí, cuando alguien acumulaba demasiado, despilfarraba su fortuna en regalos y banquetes para sus vecinos. Eso parecerá muy exótico, pero en la misma España encontramos lugares en las que los más pudientes se entregan a gastos desmedidos en los festejos. Y si no, fíjense en fiestas de moros y cristianos como las que se celebran en Alcoy.
Lo cierto es que tanto el potlach como esos festejos españoles tienen una ventaja: la merma patrimonial se compensa con un aumento notable del prestigio. Algo que no ocurre en la mucho más gris socialdemocracia con su pago de impuestos. El método romano se parecía más a los primeros que a la segunda, pese a que yo la haya catalogado aquí de socialdemocracia de ricachones. Lo hago en el sentido de que en Roma los poderosos, los senadores, lo tenían prácticamente todo mientras que la plebe no tenía nada, al punto de depender de los repartos de trigo. Por eso los ricos se cuidaban de financiar juegos de gladiadores y también de que se sirvieran banquetes y se dispensara bebida durante las fiestas romanas —de las que había una cada dos días, como quien dice— y con cualquier motivo señalado como bodas y aniversarios.
Eran listos los senadores romanos y sabían que para seguir arriba algo hay que repartir entre los de abajo. Con esa fórmula compraban estabilidad social en un sistema en el que ellos lo tenían todo, ocupaban los cargos y estaban en lo más alto, y de paso ganaban en dignitas, que para ellos era algo más valioso que el oro. De eso es de lo que hablo en el podcast.
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