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Fui ayer a pasear por el cementerio de la Recoleta. Es algo que he hecho las tres veces que he venido a Buenos Aires. Las tres he visitado también la tumba de Martín de Alzaga, que está custodiada por dos leones, el uno vigilante y el otro dormido. Pero el caso es que ayer amaneció un día harto desabrido, frío y con nieblas. Eso, y lo relativamente temprano de la hora, hizo que me encontrase con que estaba paseando por un cementerio desierto. Es todo un lujo. El cementerio de la Recoleta está considerado el más bello del mundo, después del de Génova. Está lleno de panteones, estatuas, monumentos y, de forma inevitable, de multitud de turistas (como yo mismo, me apresuro a señalar).
Poder pasear a solas por esas avenidas de panteones, efigies y cipreses es algo que sin duda no se puede hacer muchas veces. Hasta los grandes gatos se habían retirado a cubierto. No sé si se cerrará algún día de la semana el cementerio. Si no se hace, tal vez debieran. Es verdad que si se construyeron esos panteones fue como monumento y escaparate, pero también que los que allí están necesitan sosiego. Somos paradójicos en vida y no dejamos de serlo ni en la muerte.
Se me hace, que quien ormamentó tanto las bóvedas, lo hizo para que fueran admiradas. ¿Qué sentido tendría semejante colección de obras de arte, si nadie pudiera echarles un ojo?
Eso sí, se ha convertido en un paseo, y quienes tienen allí sus muertos, piden al menos algún respeto, y con todo derecho.