Leí hace tiempo una noticia sobre un incidente habido entre la policía local de Cádiz y un vendedor ilegal de pescado, y la posición más que ambigua adoptada por el alcalde del lugar. La verdad es que las autoridades hacen bien en reglamentar y vigilar el asunto de los alimentos. Y justo el pescado y el marisco merecen especial vigilancia. Pero eso me hizo recordar que, no hace tanto, las cosas eran muy diferentes. Y, desde luego, las autoridades mucho más laxas.
De noche, junto a la refinería de Castellón…
Recuerdo que, en mis tiempos de marino mercante, en cierta ocasión llevamos crudo a la refinería de Petromed, en Castellón. En esa ocasión, no entramos de forma directa. Tuvimos que fondear en espera de que nos dieran orden de descargar. Y esa noche, estando de guardia, pude observar que una barca con tres tripulantes merodeaba cerca del buque. Pescaban a la luz de un farol.
Que lo hicieran cerca del petrolero no era sorprendente. No sé cómo será ahora, pero entonces, hará 20 o 25 años, los residuos orgánicos se tiraban por la borda y en paz. Festín para los peces. Y, justo por esa razón, siempre había peces cerca de los barcos. Y, donde hay peces, hay pescadores.
Lo que me llamó la atención fue que los tipos examinaban cada pieza que pescaban. Y a la mayor parte de ellas las devolvían al mar. Como había un marinero veterano justo entonces en el puente —no recuerdo a qué había subido a esas horas— le señalé ese comportamiento tan peculiar. A él no se lo pareció y, de hecho, me dijo
—Esos son pescadores de peces preciosos.
—¿?
—Pues que no les vale cualquier pez. No los pescan para comérselos ellos. Buscan ciertas clases de peces caros, para vendérselos a los restaurantes de postín de Castellón. Por eso tiran la mayor parte al mar. Solo se quedan con los que pueden vender.
Curiosa ocupación ¿eh? Y, desde luego, un nombre de lo más bello: «pescadores de peces preciosos».
Ocurre que las historias que se cuentan en los barcos siempre tienen varios grados de imprecisión y el doble de inventiva. Y a lo mejor el marinero me estaba tomando el pelo.
Lo mismo eran peces que no les servían. Porque recuerdo que, allí mismo y en otra ocasión, también fondeados, nos dedicamos a pescar y sacamos poco más que tallanes. ¿Qué son los tallanes? Unos malditos peces cabritos, cuya única virtud es tener unos dientes tremendos, que se han llevado el dedo de más de un pescador desprevenido. Lo mismo era todo mentira y lo que hacían era deshacerse de eso que se llama morralla, y que son justamente los peces que solo sirven para hacer caldo o fumet.
Podría haber lo comprobado. Pero ¿para qué? Si era mentira, lo compro igual. Porque no me digan que no es una historia bonita.
… y junto a la reserva de Tabarca
Un par de años después, navegaba en un barco gasolinero que suministraba combustible a las grandes ciudades del litoral mediterráneo español. En más de una ocasión, al arribar a Alicante, tuvimos que quedar en espera de turno de descarga. En tales casos, lo que hacíamos era ir a fondear muy cerca del límite de la reserva marina de la isla de Tabarca. Está prohibido pescar en esa reserva, como es lógico. Pero en el mar no hay vallas ni cercas y, por tanto, justo cerca del límite de la reserva, peces y mariscos proliferan. Y nosotros, si fondeábamos, aprovechábamos la ocasión. Nos dedicábamos a pescar calamares de noche.
Lo que hacíamos era apear un farol por la popa, para atraer con la luz a los calamares. Y luego echábamos poteras. Estas son un lastre de plomo pintado, erizado de garfios. La técnica de pesca es sencilla: hay que lanzar la potera al agua, a no mucha profundidad, y luego ir subiéndola y bajándola mediante el sedal. Con suavidad, para engañar a los calamares. Estos creen que es un pez y, cuando la atrapan, notas el tirón. Entonces, todo es el ir subiendo con suavidad pero sin parar la potera. Y el calamar sale enganchado. Porque, como estos no pueden nadar hacia atrás, una vez que le atrapas con los garfios de la potera, si no detienes el ascenso, no puede liberarse.
Eso de pescar con poteras también tiene sus exégetas y sus frikis. He presenciado discusiones de lo más bizantinas acerca de cuál es el color idóneo en el que ha de estar pintada una potera. No hay unanimidad y, por tanto, las hay de todos los colores. Yo las he visto hasta doradas.
Pescar con potera es fácil, se aprende rápido y, en aguas ricas en pesca como aquellas, es muy agradecido, porque no tardas en sentir el tirón del primer cefalópodo. En aquel barco, nos habíamos dividido la faena en tres. Unos pescaban, otros limpiaban y otros cocinaban. Yo era de los primeros: prefería perder horas de sueño a tener que eviscerar a los calamares, que es de lo más asqueroso, la verdad.
Nunca tardábamos en llenar uno o dos cubos de calamares, chocos y seres parecidos. Una vez, hasta atrapé un pulpo de muy buen tamaño. Pero cuando ya lo izaba fuera del agua, con los balanceos de la potera, la popa se le puso a tiro. Pegó ahí las ventosas de algunos de sus tentáculos, hizo fuerza, dobló los garfios de la potera y se escapó.
Cuando teníamos bastante, parábamos. No tiene sentido pescar más de lo que vas a comer. Aunque había una excepción. Teníamos un contramaestre que pescaba para sí mismo y todo lo que podía, y no por afán predatorio. Su habilidad era asombrosa. Se manejaba con una potera en cada mano. Le veías ahí, junto a la borda, tirando de los sedales derecho e izquierdo, casi recordando a un marionetista. Con una sola mano era capaz de izar a los calamares para luego, con un gesto de muñeca, arrojarlos al cubo. A ese le vi yo llenar tres baldes en menos de dos horas.
¿Y qué hacía con eso? Pues tenía acuerdos con algún que otro restaurante de Alicante. Allá se iba a venderles el calamar. Calamar fresco, delicioso, que luego cobraban bien cobrado los restauradores. Eran otros tiempos. Ahora hay más normas y los de sanidad están muy al quite. Supongo que hemos salido ganando. Desde luego, en este caso, los calamares sí que lo han hecho.
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