Una de las consecuencias de impartir talleres de literatura es que algunos de tus alumnos acaban publicando libros en editoriales profesionales (o por su cuenta en red, que es lo que ahora llaman indies y es un camino muy interesante y digno de explorar). Cuando me entero, me llevo una alegría. Quizá no debiera, porque significa que he ayudado a echar a un competidor más a un mercado saturado de oferta. Pero los humanos no siempre somos tan ruines como nos gusta alardear.
En fin, que yo me alegro. Y más si esa persona me dice aquello de: «¿Sabes? Tu taller me ayudó». Uno no puede pedir más. Siempre me han irritado esos pavos reales que, por haber dado tres o cuatro clases a fulano o a mengano, se las dan de mentores y origen último de sus triunfos literarios.
Pero, dar talleres, tiene consecuencias también menos agradables. Porque tus ex alumnos te confían también sus sinsabores. Por ejemplo, con las críticas. ¡Ay, las críticas! Cuando uno empieza, es especialmente sensible a las críticas. No es que se haga jamás impermeable del todo a ellas. Pero, con el tiempo, relativizas. En cambio, uno que empieza, cuando lee una buena crítica se hincha como un pez globo y, cuando es mala, se arruga como una pasa.
Hay muchos tipos de malas críticas, claro. Las hay adversas, con razón o sin ella. Las hay ponderadas y las hay desaforadas. Las hay a mala leche, a hacer daño. Pero, a mi juicio, ni siquiera esas son las peores.
Las peores son aquellas en las que un indocumentado se coloca en una especie de metafórico púlpito elevado para pontificar. Para mí, los peores entre los malos críticos son aquellos que se creen el verdadero meollo de la literatura. Los escritores no, ellos, dictando doctrina.
Yo pensaba que la cosa mejoraría con el tiempo, pero no. A los carcamales que se jactaban de haber leído cien mil libros, muchos de ellos en sus lenguas originales, les han sucedido pringadillos que verborrean sobre teoría literaria abstrusa y ponen de ejemplo de summum literario a escritores a los que no conocen ni en su casa a la hora de comer. Ojo, nada de eso está mal, excepto que se use para justificar una pretendida autoridad.
Inciso. Me dirán: «joder, cómo estás poniendo a los críticos». Responderé: «no, que estoy hablando de los malos críticos».
Bueno. El caso es que, visto lo visto, dejo hueco en mis talleres para hablar de la cuestión de las críticas. Y se lo digo a los alumnos (o asistentes) con toda claridad: en el fondo, la crítica no existe. Existen las opiniones. Y las opiniones no son objetivas. Eso no es ni malo ni bueno, es un hecho. Pero, por desgracia, demasiados equiparan el me gusta con el es bueno, y el no me gusta con el es malo.
Hay críticos que te razonan sus opiniones, y en ese sentido hay verdaderas joyas, aunque se equivoquen a veces. Los hay que relativizan sus opiniones, lo cual no deja de ser una vía próxima a una objetivización imposible.
Pero, al lado de eso, hay demasiados que se marcan unos discursos prepotentes y matasietes que, la verdad, hacen pupa a los que empiezan. A los veteranos, nos fastidia el tiempo que tardamos en tomar cervezas con otro escritor. Empezamos con un: pues un gilipollas me hecho una crítica que… y acabamos riéndonos de las tonterías.
Segundo inciso. Me dirán que yo también critico (u opino). Desde luego. Repito que ni estoy contra la crítica ni contra los críticos (ni siquiera contra los que me ponen a parir). Estoy en contra de los perdonavidas. Es verdad que yo mismo escribo críticas que no dejan de ser mi opinión, más o menos razonada. Pero yo, al menos, procuro no comentar jamás un libro que me haya parecido malo o no me haya gustado.
Con eso, dicho sea de paso, hago flaco favor al autor. En esto, es cierto que más vale que hablen mal de ti a que no hablen. El lector o el oyente se queda con el nombre, luego ve el libro en la mesa de novedad y le suena, y no recuerda si hablaron bien o mal de él.
Hace años, yo dirigía una modesta revista de ciencia-ficción. A los críticos ya se lo tenía advertido: quiero críticas positivas. Si un libro no te gusta, ahí tienes la pila, elige otro. Sobrando libros y faltando espacio, es mejor orientar de manera positiva a un posible lector, hacia libros que puedan llenarle de satisfacción. Y si era un libro que había que criticar sí o sí (porque estaba en el candelero), pues la norma era: si crees que es malo, dilo. OK. Razónalo. Y de despellejar y hacer carnicerías, olvídate.
Pero eso son batallitas. A lo que íbamos: que me molesta la injusticia, me caen mal los cobardes que, parapetados en la distancia y el ordenador, se permiten frescas, insolencias y descalificaciones contra una obra. Si es mala, dilo. Pero no te ensañes para demostrar que eres ingenioso. Más si encima eres el típico españolito que luego no se atreve a llamar a un señor en silla de ruedas paralítico, sino persona de movilidad diferente. Fariseos a la par que malvados y mediocres. Para variar.
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