Sé que muchos de ustedes conocen la historia, pero no por eso me voy a privar de contarla aquí, aunque solo sea porque es una de mis favoritas.
El culto del Cargo es una curiosa religión que nació a raíz de la II Guerra Mundial en algunas islas de los Mares del Sur. Su origen estuvo en el desembarco de tropas aliadas en islas y zonas de Nueva Guinea hasta entonces bastante aisladas. Aquellos soldados al llegar desbrozaban y allanaban para abrir una pista de aviación. Cuando la pista estaba lista, avisaban por radio y al cabo, para asombro de los nativos, llegaban los aviones para descargar toda clase de suministros.
Acabó la guerra, los soldados se marcharon. Y los aviones dejaron de llegar. Entonces los sencillos habitantes de aquellas islas remotas comenzaron a abrir pistas de aterrizaje. Y a construir cajas que eran réplicas en madera de las grandes radios por las que hablaban los soldados. Réplicas al menos en aspecto. Se dedicaban a hablar a esas cajas, tal como habían hecho los forasteros, para que vinieran las naves de metal cargadas de víveres y regalos.
Los aviones no acudieron. Pero como hay que ser perseverantes y habían visto el milagro con sus propios ojos, algunos isleños sostuvieron durante décadas el culto, convencidos de que al final se repetiría. Pero las aeronaves cargadas de presentes nunca regresaron.
Ese fue el culto del Cargo. Mueve a muchos a risa, cosa que a mí me parece injusta. Aquellos isleños actuaron dentro de la lógica de su esfera de conocimientos. Y a falta de otra cosa, echaron mano de una de las herramientas más poderosas que ha tenido la humanidad para su progreso: la imitación. Solo que esta vez no les salió. No bastaba con construir pistas ni réplicas de las carcasas de las radios, tampoco con imitar los gestos y actitudes de los que –a sus ojos- hablaban a esas cajas con antenas que a su vez hablaban también.
¿No hacemos nosotros a veces cosas parecidas? Ahí está por ejemplo el aeropuerto de Lérida, construido hace pocos años por el Estado y gestionado ahora por la Generalitat. Todo un aeropuerto vacío, con un par de vuelos semanas que se mantienen gracias a que la Generalitat subvenciona a esas compañías. Hemos hecho lo que aquellos isleños. Solo que ellos abrían pistas de tierra y nosotros construimos aeropuertos enteros, con sus torres y terminales.
Pero que levantemos todo un aeropuerto en Lérida no implica que los aviones vayan a acudir. Ahí lo tienen, desierto y sin que ninguna empresa quiera hacerse cargo de su gestión. Y si fuera ese solo… España está llena de aeropuertos vacíos, de estaciones de AVE desiertas. Esos son los nuevos cultos del Cargo. Y no son los únicos.
Al hilo de esto recuerdo algo que me ocurrió en mis tiempos en la Marina Mercante. Fue cruzando el canal de Suez allá por el 89 o el 90 en dirección al Mar Rojo. Uno de los prácticos que nos tocó en esa ocasión era un hombre ya entrado en años. Un personaje curioso inequívocamente culto y que había estudiado en Londres. Cantaba ópera y en los ratos muertos, en los tramos rectos, se ponía a cantar ahí en una esquina del puente o en un alerón. Cantaba bien, aunque la verdad es que era un trance curioso.
El caso es que a lo largo de la travesía tramamos conversación y en un momento dado soltó una afirmación que me dejó perplejo. Decía que el mejor régimen que había conocido Egipto era el del rey Faruk. Que el de Nasser y sus sucesores habían sido mucho peores para el país.
Tal afirmación me dejó perplejo. Lo tomé por una chanza, una «boutade». ¿Cómo podía decir eso ese hombre cultivado, decir que había sido mejor un déspota a la oriental que unos que, aunque dictadores como él, habían tratado de modernizar el país?
Debió ver en mi cara que estaba desconcertado. Eso era lo que pretendía ese hombre sardónico. Pero no hablaba en broma. Acto seguido se explicó. A su juicio, ni uno ni otros habían hecho nada bueno por Egipto. Pero al menos Faruk era un tirano a la vieja usanza. Él y su familia gobernaban el país como un cortijo. No hacían nada pero al menos eran pocos vagos a mantener.
En cambio el naserismo y sus continuaciones habían instaurado lo que él definía como «falsa occidentalización». Se habían creado grandes ministerios de sanidad, obras públicas, etc. Pero era todo fachada. Se hacía poco más por la gente que en tiempos de Faruk y encima ahora había que alimentar a un funcionariado –adicto al régimen- de volumen gigantesco. Había muchos más impuestos, pero pocos más servicios, porque todo el dinero se iba a esa clientela del poder.
Han pasado 20 años ya de aquel viaje. Y he tenido no pocas oportunidades de recordar las palabras de aquel práctico que ahora, visto con la distancia del tiempo, veo como un sabio. Porque no todos los sabios son pomposos ni todas las verdades se expresan de forma doctoral. Y cada vez tengo más ocasión de recordarlo.
Pienso en mi país, España, donde a veces tiene uno la sensación de que las leyes y las instituciones con cada vez más tramoya, que cada vez las despojan más de poder. Que nuestra democracia es cada vez menos la casa común de la ciudadanía y más un parque temático en el que se mantienen en pie los decorados. Yo no digo que esto sea una democracia. Pero con esto pasa lo que con las naranjas. Naranjas son todas, pero las hay con mucho zumo y las hay de pulpa reseca.
A veces ves lo que está pasando, cómo los que debieran velar por las leyes, se las saltan, las vulneran u omiten su obligación de hacerlas valer. No basta con tener leyes e instituciones. Como no basta con abrir pistas en la selva, fabricar radios de madera y hablar a un micrófono de palo. También nosotros a menudo y con la misma inocencia que aquellos isleños caemos a menudo en los cultos del Cargo.
Comentarios recientes