El otro día bajaba por una calle cercana y me di cuenta de que había dos crías paradas junto a una valla, observando algo embobadas. Eran la una y media pasadas, y la calle estaba llena de chavales cargados con mochilas, así que aquellas dos debían haber salido, como los demás, del colegio, y estar camino de casa. Al acercarme, no pude evitar mirar con disimulo, tratando de averiguar qué las había hecho detenerse.
Se trataba de una lagartija.
Supongo que tenían motivos para haberse detenido. Hace ya años que las lagartijas desaparecieron de este barrio. Pero es que hace años que los edificios han devorado, primero campos y luego descampados, hasta no dejar en abierto más que unos cuantos jardines. No siempre fue así. Nada fue siempre como es. Cuando yo tenía la edad de aquellas dos niñas, la ciudad acababa prácticamente ahí. Más allá de donde estaban esos edificios, se abrían descampados que llegaban hasta la vía del tren y, más allá, si te dabas el paseo y cruzabas por el túnel bajo las vías, campos trigueros.
En esa época, mis amigos y yo cazábamos multitud de lagartijas; incluso una vez atrapamos a un lagarto, uno grande y verde (ahora eso sería delito). También había murciélagos; multitud de ellos, que salían a revolotear en cuanto oscurecía, en pos de los mosquitos. Esos hace también mucho que han desaparecido. Pero eso es otra historia.
El caso es que al ver aquella lagartija, pegada al muro de la pared, al sol, y las dos niñas que la miraban arrobadas, cuando esos bichos eran tan cotidianos hace no tanto que nadie reparaba en ellos, excepto como molestia, recordé algo. Recordé que, en tiempos, mi madre me contó que la casa en la que nací, en medio del Pinar del Rey (no del barrio, sino del propio pinar), era la única por allí, con la excepción de Villa Rosa, que era una sala de fiestas, muy famosa en los años 50. Luego estaban casas dispersas, entre la Ciudad Lineal y Hortaleza. También contaba que, como era la única casa con teléfono (recuerdo que, hasta que nos mudamos, en 1970, ese número era el 2000001; no es broma), cuando la gente tenía una emergencia, acudía allí a llamar a la puerta, para que le dejasen llamar. Y, fuese la hora que fuese, se les atendía sin un mal gesto. Eran otros tiempos.
También recordé que mi abuela contaba que, siendo ella joven, un médico para el que trabajaba y al que luego dieron el paseíllo en la guerra (qué bando y por qué lo ignoro; y, total, a estas alturas no sé si importa mucho) decía que, algún día, Madrid llegaría hasta el pueblo (hoy barrio) de Fuencarral. Y que había amigos suyos que se reían de tal afirmación.
Así que quizá sea bueno que resista la tentación de, a mi vez, contarle a mis sobrinos que, cuando yo era pequeño, el barrio estaba formado por casas bajas más o menos dispersas, y colonias de bloques de poca altura, entre campos y descampados. O tal vez no me resista. Después de todo, quizá sea una pena que, por mi parte, deje perder esa tradición inconsciente de recordar, de pronto y en voz alta, como los límites del mundo inmediato, cuando uno era un niño.
Recuerdo y aún hoy alguna vez se lo oigo decir a mis padres, cuando vienen al centro de Barcelona, decir eso de “vamos a Barcelona”. El barrio donde yo me crié y en el que ellos siguen viviendo es y ha sido Barcelona siempre. Era un barrio de los llamados de la periferia, nunca me gustó esa palabra, por cierto, era como si no pertenecieras a ningún sitio en concreto. Pues en ese barrio, que en aquel entonces parecía muy alejado de lo que es el centro de la ciudad, había muchísimos descampados, donde después del colegio campabas a tus anchas, también cazábamos lagartijas, que quién más y quién menos y todo por la sabiduría popular de la infancia le había cortado alguna vez el rabo a alguna para ver si era verdad que volvía a crecer, siempre me pareció desagradable verlo, pero…
Tampoco se ven ya, donde ellas y nosotros campábamos a nuestras anchas ahora hay una mezcla de edificios de oficinas altos y acristalados, edificios de viviendas, hoteles e incluso centros comerciales. Ya no es periferia…Ya no hay campos… Ya no hay lagartijas, yo creo que no hay ni mosquitos… Yo no sé si le contaré a mis nietos, no creo que me creyeran.