¿En qué momento surge la primera chispa, el embrión de una novela? Eso es algo que de ordinario uno no sabe con certeza. Hay excepciones. Ya he comentado en más de una ocasión que la idea de escribir La boca del Nilo nació de una alusión casual de mi buen amigo Alfredo Lara. Mencionó la expedición que envió Nerón a Nubia y las fuentes del Nilo. Y esa fue la semilla que llevó años después a esa novela.
No es lo más habitual. Lo normal es que algo visto, oído, leído, pensado, caiga al fondo de la memoria y ahí, o bien madure, o se sume a otros pequeños elementos y en un momento dado encaje. A mi juicio, la génesis de una novela se parece bastante a la de una planta. Una semilla se sumerge en tu inconsciente, ahí se nutre y en un momento dado irrumpe en tu consciencia. Unas veces asoma como un tallo tímido y otras sale arrolladora como la mítica mata de judías del cuento del gigante.
Pero, aunque no podamos a menudo señalar el momento en que cuaja el embrión de una novela, sí que podemos marcar etapas. Etapas que para cada escritor son distintas, pero que van dando consistencia, materializando en nuestra propia consciencia la obra.
En mi caso, algunas de esas etapas están muy claras. Cuando el primer capítulo está hecho, la primera revisión de la primera parte, el primer borrador…. Cada uno de esos hitos hace más sólido, más tangible al libro.
Y para mí hay un punto de inflexión claro. Algo que marca el paso de lo intangible a lo intangible. Las puertas del libro como objeto físico, como volumen de páginas y tapas. Ese punto es el recibir de la editorial hojas impresas con las correcciones ortotipográficas y sugerencias. Ahí, amigos, hay una bisagra. Eso marca no solo una etapa, sino el comienzo de un nuevo tramo en la elaboración de un libro. Y es por eso que esta vez quise recoger ese texto que suele acabar en el libro, destruido o reutilizado una vez que acaba su utilidad. Y que sin embargo tan importante es en el viaje de un libro.
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