Llega el invierno. Espléndido dictado

me dan las lentas hojas

vestidas de silencio y amarillo.

 

Soy un libro de nieve,

una espaciosa mano, una pradera,

un círculo que espera,

pertenezco a la tierra y a su invierno.

 

Creció el rumor del mundo en el follaje,

ardió después el trigo constelado

por flores rojas como quemaduras,

luego llegó el otoño a establecer

la escritura del vino:

todo pasó, fue cielo pasajero

la copa del estío,

y se apagó la nube navegante.

 

Yo esperé en el balcón tan enlutado,

como ayer con las yedras de mi infancia,

que la tierra extendiera

sus alas en mi amor deshabitado.

 

Yo supe que la rosa caería

y el hueso del durazno transitorio

volvería a dormir y a germinar:

y me embriagué con la copa del aire

hasta que todo el mar se hizo nocturno

y el arrebol se convirtió en ceniza.

 

La tierra vive ahora

tranquilizando su interrogatorio,

extendida la piel de su silencio.

 

Yo vuelvo a ser ahora

el taciturno que llegó de lejos

envuelto en lluvia fría y en campanas:

debo a la muerte pura de la tierra

la voluntad de mis germinaciones.

Pablo Neruda