Cosas de las mudanzas, el otro día, cuando estaba colocando un grupo de figuras de barro, una de ellas se me fue al suelo desde algo más de dos metros de altura y, claro, se hizo mil pedazos. Tenía yo cierta estima al trasto, porque era uno de un grupo de pequeños recipientes de barro –huacos, les llaman-, de cerámica negra precolombina. Lo de precolombina es un decir, no hay que alarmarse: ni se ha perdido ningún bien arqueológico ni yo tengo vocación de saqueador de tumbas. Son imitaciones baratas. Las compré en el Mercado Indio de Guayaquil allá por el año 90, me costaron cada una un dólar y medio, y seguro que podría haberlas sacado mucho más baratas; pero, entre las mil y una cosas para las que carezco absolutamente de talento, está el arte de regatear.
Ya decía en otra entrada que no tengo muchas cosas –mis libros, mi ropa, mis papeles y unos cuantos cachivaches-. Estos huacos –ahora ya con uno menos en la familia-, me son queridos porque al fin y al cabo son recuerdo de otra época, de cuando yo navegaba y, de vez en cuando, tocaba algún lugar alejado con tiempo suficiente como para echar unas horas en tierra. En aquel viaje, nos sorprendió un temporal fenomenal saliendo del Caribe. Hay una película, llamada La tormenta perfecta, que trata sobre un temporal tremendo. Bueno, pues fue el mismo, solo que a nosotros nos sacudió más al sur. Allí se me rompieron tres o cuatro de aquellos huacos que compré en Guayaquil. El resto han estado conmigo más de diez años, seguros todo ese tiempo en una librería de obra, incólumes a pesar de los gatos que todo este tiempo han danzado por mi casa.
Ahora, ha llegado una mudanza y ha descontado uno más, de los que sobrevivieron a esa tormenta.
Esos viejos cacharros asoman las manos que los han usado.
Basta mirarlos, para saber que sobre el barro tostado, hay una corriente de vida, que nos precede y precederá. Ojos inquietos que miran nuestras tiempos, interiormente satisfechos de los propios.
Claro, siempre que no los retornemos al polvo del que han venido.
Un saludo