Puede considerarse superstición, pero a mí me da igual. Tengo mis fetiches y me disgusta y casi turba su pérdida. Recuerdo que anduve de cabeza hace unos meses porque perdí la aguamarina que había comprado en el Rastro y a la que, por cierto, dediqué una entrada en este blog. Luego, casi tres semanas después, la aguamarina reapareció, caída no sé cómo en una esquina de una repisa del dormitorio. Pero, por si las moscas, ya no he vuelto a llevarla en el bolsillo y la guardo en una caja muy concreta.
Viene esto a cuento de que tengo o tenía un monedero de esos de dos bolsillos, cada uno con una cremallera. Es de cuero y lo compré en Argentina. En uno de los bolsillos dejé guardada la calderilla que me sobró de España y en el otro llevaba la moneda menuda cuando estaba en Argentina. A la vuelta, dejé en ese segundo bolsillo una moneda de cincuenta centavos y lo que usé, claro, fue el otro bolsillo, para manejarme con las monedas españolas. Esa moneda de cincuenta centavos se convirtió en una especie de talismán, una garantía de viajes y tal vez de vuelta a Argentina una siguiente vez.
Vaya disgusto el otro día descubrir que la cremallera de ese bolsillo se había roto y la moneda de cincuenta centavos no estaba. Supuse que, al ir a pagar algo, lo saqué sin darme cuenta de la cremallera rota y la moneda se cayó. Así que la imaginé perdida para siempre.
Pero no. Hoy apareció la moneda de cincuenta centavos. Estaba en el fondo de un bolsillo en el que, en algún momento, debí dejar temporalmente el monedero. Así que vuelve a estar en mi poder. Lo que tengo ahora es que conseguir otro monedero, claro, y esperar que la cremallera sea más resistente.
Como es bueno que las cosas queridas regresen.