Por lo normal, cuando me quedan cincuenta o sesenta páginas de una novela, me embalo y acabo de tirón. Es lo lógico. A esas alturas de una novela, ya no se está para cambios ni fiestas. Dicen los que saben (o los que dicen que saben) que todo tiene que estar planteado en el 40% primero de la novela. Que más allá de ese punto no hay que meter nuevas ideas, tramas, personajes significativos…
Bueno, es una opinión. Pero vamos, que tampoco es muy razonable meter diez páginas antes del final a un personaje nuevo que encima es el asesino. Eso es cierto.
Pero, por no dispersarme, el caso es que en esta ocasión, con esta novela, no me ocurre ese efecto sprint. Qué va. De repente, tan cerca de la orilla, es como si estuviera nadando en arena. No me he atascado, porque todo está planteado, pero esto se ha frenado.
Es temporal, cosa de pocos días. Y no me lo tomo a mal. Antes al contrario, tengo que reflexionar sobre esto. Si ya está todo encarrillado, es que se ha encendido un piloto rojo. Algo avisa de que alguna trama es mejorable, que hay que dar más protagonismo a algún personaje o que hay que reforzar o eliminar algo.
Seguro. Eso es el inconsciente del escritor, que existe. Una especie de rebotica de alquimista en la trastienda de tu cabeza. Ahí se cuecen por su cuenta, a veces a lo largo de años, ideas que luego afloran en nuevas novelas. ¿Podríamos llamarlo el escronsciente? El caso es que uno aprende a hacer caso. Total, es solo sentarse un rato con uno mismo o dar un paseo. Despegarse un rato de lo inmediato del escribir y en seguida aflorará. Ese parte de tu cerebro, al revés que el subconsciente, no es nada perro excepto en lo tenaz. Y es muy agradecido. Aliméntalo de imágenes, conversaciones, olores, pensamientos, lecturas, y jamás te fallará. Es la mejor inversión a largo plazo cuando se escribe.
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