He de reconocer que ayer fue un gran día. Regresé a la feria del libro de Madrid, la de verdad, la de siempre, en un día que a las 11 de la mañana era luminoso pero que, según avanzaba el día, iba a ponerse más y más ardiente. El caso es que, como la feria ha sido parte de mi vida siempre, puesto que desde chico fui un lector voraz, era parte de mi paisaje personal y, por tanto, casi desapercibida. Pero, tras dos años de cierre y semicierre, volver a recorrer ese mar humano fluyendo entre playas hechas de libros, fue como reencontrarme con una parte de mí mismo.
Y, bajando a terrenos más personales y mercenarios, firmaba en compañía de mi coautor, Hipólito Sanchiz, nuestro libro 66 fechas cruciales en la historia de España. Y la firma fue estupenda. Así que, ¿cómo no estar contento?
Pero lo que yo no esperaba era el remate de la jornada. Parte de los antiguos miembros de la TERMA (tertulia de literatura fantástica de Madrid) nos reuníamos luego a comer, aprovechando justo la presencia de algunos en la feria. La TERMA estuvo operativa en la última década del siglo pasado y la primera de este siglo, y fue un foco generador de escritores y proyectos relacionados con la literatura fantástica. Luego, como todo en esta vida, llegó a su fin. Yo la recuerdo con sumo cariño, es parte de mi historia personal, pero no la echo de menos porque todo tiene su época y es mejor acabar bien que alargarse a rastras, que es lo que podía haber terminado pasando.
El caso es que muchos de la antigua TERMA nos seguimos viendo y, de vez en cuando, hacemos alguna comida. De hecho, como reminiscencia de cuando financiábamos el premio Pablo Rido, ahora concedemos a salto de mata una distinción honorífica. Tenemos una imaginaria Colonia TERMA (nunca aclarada la cuestión de si es una colonia en el sentido de núcleo de viviendas segregado o de puesto de avanzada en algún planeta remoto). Y, en el callejero de esa colonia, asignamos calles, avenidas, plazas y glorietas a figuras notorias de la ciencia-ficción, la fantasía y el terror españoles. La primera calle fue para César Mallorquí y la segunda para Ángel Torres Quesada, al que no hay forma de que le den una calle en su Cádiz natal. Casi le dimos otra a Carlos Sáinz Cidoncha, pero falleció antes y, en nuestro callejero, al revés de lo que suele ser habitual, concedemos calles a los presentes y no a los ya ausentes, porque no queremos recordar a los muertos sino reconocer a los vivos.
En fin, que ayer, a los postres, me encontré con la gran sorpresa de que mis antiguos contertulios y ahora amigos me hacían el enorme honor de entregarme una placa, la tercera del callejero de la TERMA. Fue inesperado, emocionante, asombroso, etc. Pero tampoco quiero abundar en eso. Sí apuntar que esa placa está ya entre mis otros premios literarios.
Porque, a lo largo de mi carrera como escritor, he tenido la suerte de recibir 6 premios literarios de primera línea (alguno ya extinto). Y este lo considero el séptimo. No es más que los otros, pero tampoco menos. Solo diferente. Por tal motivo, está donde debe estar, en la estantería adecuada, junto a los demás.