Tras la invasión de los Cien Mil Hijos de San Luis, en 1823, y la reposición de Fernando VII como rey absoluto, Gibraltar se llenó de exiliados liberales, y eso no fue casualidad. Primero, los ejércitos liberales se habían ido batiendo en retirada hacia el sur, lo que puso fácil a muchos derrotados el pasar al Peñón, que era suelo británico y donde podían considerarse a salvo, dada la hostilidad de Gran Bretaña contra los gobiernos absolutistas. Segundo porque esa hostilidad hacía que los británicos dieran no solo amparo, sino también apoyo a los exiliados.
Y tercero porque justo en Inglaterra se refugió el general Espoz y Mina, que se convirtió en el líder de todos aquellos liberales que soñaban con volver a España y derrocar por las armas al absolutismo. Y digo soñar con plena intención, porque lo cierto es que la percepción de esos, muchos de ellos antiguos militares, sobre la situación era bastante errónea. Viviendo en una colonia de liberales exiliados, contando con el apoyo británico, les dio por imaginar que su causa era mayoritaria en España, cuando no era así. Los absolutistas no solo contaban con fuerzas armadas y el apoyo de unidades del ejército francés, sino que grandes capas de población se habían vuelto muy hostiles a la Constitución, por culpa de las políticas erradas de los gobiernos del Trienio.
Esa percepción errónea explica las trágicas expediciones del general Torrijos o del antiguo oficial de la milicia de Madrid, Pablo Iglesias, a distintos puntos de la costa andaluza. O la de los hermanos Antonio y Juan Fernández Bazán a la de Alicante. Llevaban mucho tiempo preparando la aventura y consideraban que Espoz y Mina les escamoteaba información que les era imprescindible, que les relegaba, por lo que obraron en consecuencia. Juan sedujo según unas fuentes a la mujer y según otras a la doncella de la mujer de Espoz y Mina, para conseguir esa información que ambicionaban.
La información la consiguieron pero, a partir de ese momento se ganaron la enemistad enconada de Espoz y Mina, que no dejó de poner toda clase de trabas a su proyecto, cuando antes lo había favorecido. Eso no detuvo a los hermanos Bazán, que habían hecho planes para desembarcar en Galicia, partiendo desde Inglaterra, en la creencia antes mentada de que su simple llegada provocaría un levantamiento. Después de todo, fue justo en Galicia donde, unos pocos años antes, se alzaron los militares liberales en apoyo del rebelado Riego, causando una reacción en cadena que acabó llevando a la proclamación del régimen liberal del Trienio. Pero en esos pocos años, las cosas habían cambiado mucho.
Y, en todo caso, nunca llegaron a materializar ese desembarco revolucionario en Galicia, pues cambiaron su objetivo por las costas de la región valenciana. El motivo de la mudanza fue que a ellos acudió Bartomeu Arqués, asegurando que los liberales eran fuertes en Valencia y que estaban decididos a luchar. Arqués era un hombre bravo, entregado a la causa liberal, que en su día armó una fuerza a sus expensas y luego estuvo en la defensa de la ciudad de Alicante, contra los absolutistas, cuando la invasión de los Cien Mil Hijos de San Luis. Aún después, con su barca, participó en la desastrosa Expedición de los Coloraos, de Pablo Iglesias, en 1824 y se la jugó sacando de aquella ratonera a varios de los expedicionarios.
Pero quizá su entusiasmo era excesivo y le cegaba. Y parece que no había aprendido del fiasco de la expedición de los Coloraos. Porque también en esa los liberales creían contar con un apoyo popular que no existía. Y Arqués, más que nadie debiera haber sido consciente de que la gran mayoría de la población, en el reino de Valencia, estaba por el absolutismo, que contaba con muchos hombres dispuestos a tomar las armas por esa causa.
Sí que eran sabedores de ello algunos de los valencianos que participaban en la aventura, que primero se opusieron y después abandonaron el proyecto ante el cambio de estrategia. Y también debieran haberlo sido los propios hermanos Bazán. No en vano Antonio había sido gobernador de Castellón y Juan, como coronel del ejército, había estado en los combates contra los absolutistas de Elche, alzados en armas en 1823. Todo el reino de Valencia era partidario del absolutismo, a excepción de la ciudad de Alicante, único baluarte liberal en todas esas tierras.
También la más mínima prudencia desaconsejaba esa acción, pues fueron informados de que el gobierno de Fernando VII estaba al tanto de sus movimientos, al punto de que había mandado instrucciones a los mandos en Levante de que estuvieran alerta. Y, para rematar su infortunio, en la aventura estaba Juan Rumí, un espía —aunque ellos no lo sabían, claro— que ya había hecho labores de información infiltrado en la sociedad secreta de Los Europeos, del general italiano Pepé.
Pero los hermanos Bazán, inasequibles a las malas noticias y los buenos consejos, iban a porfiar en su expedición, pese a que, al final, hasta las autoridades británicas, presionadas por las españolas, pusieron trabas a la aventura. Eso hizo que, llegada la hora de la verdad, embarcasen 59 (entre ellos, varios ciudadanos franceses) y no 200 hombres, lo que no disminuyó las posibilidades de la invasión —ya que no tenía ninguna— y sí al menos aminoró la matanza, porque aquello no podía acabar bien.
Ese medio centenar de revolucionarios tan arrojados como ilusos zarpó en un buque contrabandista el 16 de febrero con destino a las costas valencianas, hecho del que dio aviso la Superintendencia de Policía, pues así de bien informados estaban. Aunque ellos temían que su destino fuese Alicante, pues aquella plaza era la única abundante en liberales en esos tiempos. Se equivocaban pues, al parecer, el objetivo último era Castellón de la Plana, donde Antonio había sido gobernador, como hemos dicho, y esperaba recabar apoyos. Aunque, al final, desembarcaron en Guardamar de Segura, el 19 de febrero, quizá como escala intermedia y esperando, antes de seguir camino, dejar encendida ahí una rebelión liberal.
Comenzaron bien, pues tomaron la población, apresaron al alcalde y se incautaron de las armas y municiones de los Voluntarios Realistas locales. Consiguieron también algo de víveres, alpargatas y tres caballos. Pero las proclamas que lanzaron no cosecharon ninguna adhesión entre los lugareños. Así que partieron en dirección a la sierra de Crevillent.
Los realistas de Guardamar avisaron de inmediato a los suyos y, por todos los alrededores, los Voluntarios Realistas tomaron las armas. El gobernador de Orihuela, por su parte, acudió con los Voluntarios Realistas de esa ciudad, así como un escuadrón de caballería regular. La suerte comenzaba a estar echada. La columna de los hermanos Bazán comenzó a sufrir escaramuzas, y bajas, al tiempo que veían impedida su entrada en diversas localidades por la defensa armada que les oponían los Voluntarios Realistas de las mismas. Y las fuerzas de estos que acudían ya hasta desde Alicante les impedían tratar de reembarcar.
El 22 fueron alcanzados por los Voluntarios Realistas de Monforte, San Vicente del Raspeig y Alicante, que los desbarataron tras un combate en el que murieron 3 liberales. Otros 21 fueron capturados y Antonio Fernández Bazán pudo escapar malherido, aunque no por mucho tiempo. Los dos hermanos Bazán fueron capturados por los Voluntarios Realistas al alba del día siguiente, en una casa de campo en la que se habían refugiado. Se dice que Juan quiso rematar a su hermano, pero se le encasquilló la pistola. Ni en eso tuvieron buena suerte.
Los prisioneros —todos lo eran, excepto los muertos y Bartolomé Arqués, que había logrado huir— fueron llevados a Alicante donde, en los días siguientes, fueron todos pasados por las armas en varias tandas. A Juan le fusilaron por la espalda, junto con varios de los suyos, el 27 de ese febrero. Y Antonio fue el último, al que pusieron ante el pelotón atado a unas parihuelas, dado que no se podía tener en pie por sus heridas.
¿Y qué pasó con el único fugitivo, el veterano Bartomeu Arqués? Pues que no lo fue por mucho tiempo. Huyó, también se ocultó en una casa de campo, cerca de San Vicente del Raspeig, y allí le rodearon los realistas, con los que sostuvo un tiroteo hasta que cayó muerto, la noche de aquel mismo 22 de febrero, con lo que sobrevivió menos que sus compañeros de aventura.
Aventura que acabó ahí, aunque coleó por sus consecuencias. El fracaso de la expedición, que era lo que deseaba Espoz y Mina por cuestiones de enemistad personal, dañó mucho el prestigio de este. Se le culpaba del desastre y eso llevó a que se produjera una fractura entre los exiliados liberales en Londres, al punto de que, en 1827, los hubo que, no fiándose ya del general, crearon una sociedad secreta al margen de este, La Asamblea Nacional, dirigida por el general Torrijos. También sus miembros se dedicaron a preparar desembarcos destinados a sublevar a la población. Intentonas que, igualmente, acabaron ante el pelotón de fusilamiento. Aunque esas ya son otras historias, para contar en otro momento.