Imaginemos una comunidad de un futuro no tan lejano en el que las calles están limpias, los transportes son puntuales, los comercios están abastecidos… donde, en suma, todos los servicios públicos y privados funcionan como un reloj. Y que, en toda esa maquinaria cívica, apenas intervienen poco más que algunos supervisores humanos. Los robots agrícolas cultivan, los drones distribuyen, los algoritmos gestionan la logística, los transportes, la atención sanitaria.
Pero esta imagen idílica, como muchas utopías, es en realidad el disfraz de una distopía.
Dicen que la IA, la automatización, la robótica y otras tecnologías van a eliminar la intervención (y por tanto el trabajo) humana. Yo no lo creo así: soy de los que piensan que la tecnología no desplaza sin más a la acción humana: la redefine, la reconfigura. Es tan solo que la actividad humana evolucionará hacia áreas de más alto valor. Es un error pensar que la acción de la tecnología y la humana dará como resultado una suma cero, en el que la una crecerá a costa de la mengua de la otra.
Eso no quita para que individuos y sectores humanos enteros se vean afectados y a no mucho tardar. Y hay algo más: estamos ya entrando en una transformación muy profunda que superan lo económico y laboral, tocando las fibras profundas de lo social y lo político. Tenemos que preguntarnos cómo se definirá nuestro papel, como ciudadanos y como colectivo, en lo social y, por tanto, en lo político.
Hasta ahora, nuestra capacidad productiva ha sido una de nuestras señas de identidad, tanto colectiva como individual. Pero esto está cambiando tan rápida como drásticamente. Y eso hace que tengamos que reconsiderar las bases de nuestra convivencia. Lo que nos obliga a replantearnos el Contrato Social desde sus cimientos.
El Contrato Social
Para no perdernos, al hablar de Contrato Social nos referimos al acuerdo tácito por el que los individuos cedemos parte de nuestras libertades individuales a cambio de beneficios colectivos, tales como la seguridad o el orden social. El Contrato Social no es otra cosa que un constructo, un artificio, de acuerdo; pero es lo artificial lo que nos ha hecho crecer como especie. Los marcos teóricos son los que nos ayudan al desarrollo práctico. Y esta idea surgió en los siglos XVII y XVIII, gracias a filósofos como Hobbes, Locke y Rousseau, que idearon las bases de una convivencia estructurada en torno a derechos, deberes y participación ciudadana.
Ocurre que, tras siglos de validez, uno de los supuestos fundamentales de este modelo está hoy en crisis: el de que los ciudadanos son, en parte, agentes productivos, cuya utilidad social se mide, también en parte, por su contribución económica al bienestar colectivo. Esto funcionaba porque las sociedades se organizaban con el trabajo como eje vertebrador de valor.
Pero, en la actualidad, algunos pensadores nos advierten sobre que este modelo está caducando. Yuval Noah Harari nos advierte de que los avances tecnológicos pueden crear grupos humanos prescindibles desde el punto de vista económico. Shoshana Zuboff advierte de que el capitalismo digital puede convertir a los ciudadanos en datos, en un producto más, en detrimento de las ideas de una ciudadanía libre y participativa. Y David Graeber plantea el interesante enfoque de que existe un fenómeno al que llama bullshit jobs (trabajos basura o absurdos), que son artificiosos y que no aportan valor real, existiendo sobre todo para mantener una ficción de que todos podemos y debemos trabajar.
Desde multitud de enfoques -descartando el optimismo adánico o el catastrofismo neoludita- parece que siempre vamos a llegar a un diagnóstico común: el de que debemos plantearnos el redefinir el concepto de ciudadanía y, por tanto, de participación y producción. Y eso nos lleva a que debemos formular un nuevo Contrato Social, para evitar que grandes sectores sociales queden excluidos de este nuevo panorama y, por tanto, todo se hunda o salte por los aires.
Los riesgos políticos y sociales
La implantación masiva de tecnologías tales como la Inteligencia Artificial, la robótica o los automatismos no es tan solo una transformación tecnológica y económica. Supone una revolución política silenciosa. Así ocurrió con el aumento de excedentes agrarios que llevó al auge de las clases urbanas y el fin del feudalismo, o con la Revolución Industrial, que condujo a la urbanización y a nuevos órdenes sociales y políticos.
Como siempre, esto tiene sus riesgos. Si alguien llega a controlar estas tecnologías avanzadas, puede concentrar un poder político y social sin precedentes. Y tal concentración es, desde luego, un peligro.
Por una parte, amenaza con crear élites tecnológicas cuyo poder sobrepase el ámbito económico, lo que podría erosionar las bases de las democracias representativas. Los algoritmos son instrumentos; la neutralidad termina en cuanto se decide qué datos procesan y para qué fines. Una oligarquía de magnates o empresas tecnológicas, que controlen la infraestructura de sistemas automatizados que, a su vez, gestionen nuestros derechos y libertades cotidianos, supone un riesgo.
Y está el peligro de exclusión laboral y, por tanto social. Aquellas personas y colectivos que puedan llegar a ser considerados improductivos pueden caer en la marginalidad, tanto económica como política, reducidos a simples consumidores o incluso subsidiados, en el mejor de los casos, dependan enteramente de mecanismos de asistencia, sin capacidad real de agencia ni participación.
También está el riesgo de que nuestras democracias caiga (en el caso de las autocracias existentes, tan solo evolucionarían) en un autoritarismo tecnológico. La vigilancia masiva, por ejemplo, puede aumentar de forma significativa la seguridad ciudadana. O puede convertirse en una herramienta terrible de control social. Vuelvo a repetir que los algoritmos son neutros. Que la IA automatice tareas productivas y útiles para la sociedad, o sirva para masificar la represión política, la manipulación mediática y la vigilancia de la población no tiene que ver en sí misma con la tecnología, sino de en qué manos esté.
Repensar la ciudadanía. Hacia un nuevo Contrato Social
Enfrentamos a grandes desafíos, lo mismo que sociedades de siglos pasado como, en el caso de occidente, con el tránsito del feudalismo a la modernidad y, de esta, a la industrialización de la Edad Contemporánea. Y ahora todo viene mucho más rápido. Ignorarlo, resistirse o tratar de gestionar, sobre los viejos esquemas, los posibles efectos negativos, es un suicidio colectivo. Tenemos que imaginar y desarrollar nuevos modelos políticos y sociales para esta nueva era.
Quizá un primer paso sea el disociar con claridad la idea de ciudadanía de la del trabajo. Se han planteado ya intentos de solución, como el de la renta universal básica, pero no parece que sea más que lo dicho antes: un intento de paliar efectos negativos operando bajo viejos esquemas. Asumir eso es quizá ponernos en el camino adecuado para llegar a un marco válido, a un nuevo Contrato Social, para este nuevo territorio en el que como sociedad nos estamos adentrando.
Estamos ante una paradoja ya vivida. El capitalismo no destruyó en realidad al feudalismo. Fue el éxito del feudalismo el que, al generar más y más excedentes productivos, y ser incapaz de gestionarlos, lo que abrió creó un patriciado urbano de mercaderes y artesanos que si lo hacía y daría paso al capitalismo. Parece ahora que el capitalismo, por éxito, puede dar a su vez paso a ese, por algunos teóricos, tan ansiado post-capitalismo.
Un nuevo modelo que, ante el riesgo real de un nuevo despotismo tecnoeconómico, debe tener en su ADN una visión ética sólida sobre la gobernanza tecnológica en todas sus vertientes. Algo que ha de ser parte de ese nuevo Contrato Social en el que la inteligencia artificial y otras tecnologías estén incluidas como elementos que nos ayuden a definir qué es ser ciudadano y comunidad, en una sociedad más equitativa, más justa y más democrática.
¿Qué tipo de sociedad queremos darnos?
Estamos en una encrucijada histórica. Las tecnologías pueden llevarnos a sociedades muy distintas a las actuales. El cambio no es opcional: ya está en marcha. La cuestión es si sabremos guiarlo o nos veremos arrastrados por él. Y, si la sociedad es el carro, las tecnologías son los caballos. Desbocados o a su aire, esos caballos harán volcar el carro, así que más nos vale sujetar las riendas.
¿Queremos una sociedad en el que muchas personas sean consideradas innecesarias? ¿Una en la que, en el mejor de los casos, grandes capas de población vivan de la benevolencia de las administraciones públicas? ¿O intentaremos aprovechar el momento para redefinir nuestros valores colectivos, nuestras fórmulas políticas?
Amenaza y oportunidad son en realidad dos caras de la moneda. Nosotros elegimos. La decisión sobre nuestro futuro nos pertenece a todos y es el momento de decidir si optamos por esconder la cabeza o decidimos afrontarlo.
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