Philip o Felipe Wharton fue un personaje llamativo, sin duda. Pintoresco dirían algunos. Nació en familia de rancio abolengo, con título de nobleza desde hacía siglos. Pero su temperamento no hizo que llevase una vida sólida y sin sobresaltos. Vivió de lleno la efervescencia intelectual de su época, que se sustanció en el surgimiento de una pléyade de sociedades secretas de corte filosófico-político. Las sociedades secretas, en un mundo muy distinto al que conocemos a partir del siglo XX, articulaban a la burguesía emergente en sus ansias de cambio y su deseo de conocimiento.
Philip, duque de Wharton, ingresó en la masonería, en la que alcanzó altos grados, llegando a ser Gran Maestro. También se le relacionó con otras sociedades secretas, como el Hellfire Club, una organización a la que se acusaba de orgiástica y satanista, y de la que formaron parte personajes tan destacados como Benjamín Franklin. Lo cierto es que el Hellfire Club, hiciera lo que hiciera en sus reuniones —que está sometido a discusión—, era una sociedad con una fuerte carga política.
Porque la política nunca le fue ajena al duque de Wharton, pues tal era su título. De hecho, acabó por unirse a la causa jacobita. Al servicio del pretendiente al trono de Inglaterra, Jacobo Estuardo, se trasladó al continente y acabó recalando en España, donde se unió al ejército que atacaba Gibraltar, acción en la que resultó herido. Todos esos actos le costaron ser declarado traidor y la privación de sus títulos nobiliarios, así como de sus bienes en Inglaterra.
El caso es que Philip Wharton, en Madrid, fundó la primera logia masónica regular reconocida fuera de Inglaterra. Lo hizo en el hotel para extranjeros Las tres flores de Lis, en lo que ahora es la glorieta de San Bernardo, que fue inscrita como logia French Arms en 1729. No parece que esa logia tuviera mucho éxito en el tiempo, pero ahí queda el dato.
Wharton acabó haciéndose católico para casarse con una dama de buena familia y, como muchos aventureros, no tuvo un buen fin, puesto que murió con poco más de 32 años. Fue enterrado en el monasterio de Poblet, en Tarragona. Durante la Guerra de la Independencia, los soldados franceses se entretuvieron profanando el cementerio y uno de los cadáveres que quemaron fue el de Wharton, de forma que ahí quedó su sepultura, pero vacía.
Ese hecho no pareció bastarte al general Franco que, cuando visitó el monasterio en 1952, no le pareció propio que en lugar sagrado reposara el cadáver de quien había introducido de manera formal su odiada masonería en España, por lo que mandó que, puesto que no se podía exhumar un cadáver ya desaparecido, al menos sacaran su lápida del recinto sacro. Fue, pues, una exhumación con gran carga sobre todo simbólica.
Esa historia, que Hipólito Sanchiz y yo narramos en Una historia de las sociedades secretas españolas, me vino a la cabeza cuando, antes de la pandemia, se montó todo el circo de la exhumación de Franco, del monasterio del Escorial. Más allá del circo que se montó, y de la utilización magistral del asunto como perro de Alcibíades por parte del gobierno de turno, y de las razones o no para la exhumación, recordando cómo Franco mandó sacar la lápida de un enemigo ideológico muerto hacía no medio, sino dos siglos, no pude sino pensar eso: Donde las dan, las toman.
Apostilla: he dudado y mucho en publicar esta entrada porque es inevitable que, al leer esto, algún conspiranoico conservador clame: ¡Ah! ¡Todo está claro! ¡El desentierro de Franco no ha sido más que una venganza de los masones! Pero al final lo he escrito, porque no puedes estar pendiente del qué dirán.