Creo que, como escritor, ya he procrastinado bastante tiempo. Unos cuantos años, de hecho. No es que haya estado tampoco ocioso. En los últimos siete años, he organizado diversos eventos culturales, con mayor o menor fortuna, según el caso. Me he implicado más en el desarrollo de la asociación Negro Café, a la que pertenezco, y en concreto en Kokapeli, la editorial alternativa propiedad de dicha asociación, que por cierto cumple en estas fechas ya 10 años. Me impliqué en la creación de un par de intentos de partidos políticos que al final quedaron en nada. Hasta he participado hace poco en la expedición Vilcabamba-La Exploradora, a Perú, en busca de una ciudad perdida (que encontramos).
Y, por si fuera poco, también me he convertido en socio de una empresa tecnológica. Ah, y volví a la universidad para obtener un Microgrado en Historia de España. Y no he dejado de dar talleres de narrativa. Así que ocupado sí he estado. Y tampoco es que haya dejado por completo de lado el escribir. He publicado un ensayo divulgativo (con el que me divertí mucho) con mi buen amigo Hipólito Sanchiz. Pero ha sido una excepción. Nada que ver con los tiempos en que podía escribir un par de libros al año.
¿Bloqueo? En parte sí. ¿Pereza? Pues también. Porque escribir exige disciplina (al menos para mí); establecer una rutina. Y, una vez que esta se rompe, se hace fatigoso sentarse a escribir de forma continuada.
Pero ha sido sobre todo desgana. De ello me he dado cuenta hace no mucho, justo durante la expedición que antes mencionaba. Ahí había lapsos de tiempo en los que uno podía estar a solas con uno mismo y pensar en sus asuntos. Una de esas ocasiones fue cuando subí en solitario a la zona de Rittiorcona, a documentar la presencia de fósiles en las rocas. Ahí arriba, a casi 4.600 metros de altura, me senté a estar conmigo mismo. Porque era impresionante estar allí, viendo a lo lejos los nevados, con las nubes y los pájaros por debajo del punto al que había subido.
Ese día, vi un cóndor pasar sobre mi cabeza. Luego me dijeron que no es un ave que se prodigue por esa parte de los Andes. Así que tuve suerte. Era un ave de verdad enorme.
Pero a lo que íbamos. El caso es que estando ahí, viendo todo aquello tan grande, y pensando en mis pequeñas cosas, me percaté de que mi falta de producción literaria de los últimos años no ha sido una cuestión de bloqueo ni de pereza, ni de estar ocupado en tantos asuntos, aunque todo ello haya contribuido.
La clave del atasco tiene un nombre: desgana. Sí. Sentado ahí arriba, por encima de las nubes, caí en la cuenta de que lo que ocurre es que no me apetece un pimiento seguir escribiendo novela histórica, que es en lo que he acabado casi encasillado. Hay al menos cuatro razones poderosas para ello y que haya dejado de gustarme el género no es una de ellas. Sigue gustándome la narrativa histórica, al menos como lector. Pero, como escritor, se acabó para mí. Punto final. Bueno, no del todo, tengo una novela histórica en concreto que debo escribir algún día, si es que no se me cruza la Parca, claro. Pero eso será todo.
¿Y qué voy a hacer? Pues me vuelvo a la narrativa fantástica. En concreto, a la espada y brujería. Me voy a poner en serio con una serie de espada y brujería en la que llevo medio trabajando desde hace al menos diez años. Es hora de ponerse con ella como plato principal. Y no seguiré al escribirla los parámetros de la literatura comercial. Que no se me malentienda. He estado en la literatura comercial los últimos 20 años y me parece estupenda. No seré yo ahora el que despotrique de las normas y reglas de la literatura como negocio. Tonterías las justas. Esa máxima de que no puedes dedicarte a hacer películas de arte y ensayo, y esperar al mismo tiempo colas kilométricas de espectadores a la puerta del cine (aunque pueda ocurrir alguna vez) se aplica también a la literatura y, en general, a toda la creación.
Las pautas de la literatura comercial son en general juiciosas. Me refiero, claro, a lo narrativo, lo profesional (presentación, nudo, desenlace, puntos de giro, tramas y bla, bla, bla), claro. Otra cosa son las imposiciones de corte ideológico, como la basura woke que algunos editores exigen a los autores. Pero, dejando de lado esa chatarra con fecha de caducidad, es cierto que lo comercial, lo que busca a un público amplio, puede ser a menudo un corsé, más o menos prieto. Y, a veces, uno quiere explorar y, para ello, tiene que salirse de los caminos trazados.
Así que voy a escribir una serie de novelas de espada y brujería, de formato literario no convencional. Al menos, no del todo convencional, que tampoco se trata de romper con todo porque sí, sino, como acabo de decir, de explorar y experimentar un poco.
Alguien me dirá: Macho, ¿a qué editorial vas a ofrecer algo así? La respuesta es fácil: a ninguna convencional. De entrada, ocurre que la fantasía o la ciencia-ficción venden mal o muy mal. Es así y algunos bombazos editoriales pueden hacer creer lo contrario, pero la media de ventas de la literatura fantástica, en sus diversas ramas, es muy triste.
Como he mencionado antes, soy uno de los socios fundadores de Kokapeli Ediciones que, después de diez años de andadura, tiene distribuidora nacional en papel, con colocación en las principales plataformas (Amazon, Casa del Libro, Corte Inglés, FNAC) y librerías. Y, en e-book, en todas las plataformas (Amazon, Kobo, Casa del Libro, Google Books, etc.). Así que a esa puerta picaré. Y si los socios rechazan la publicación, que espero que no, pues ya veremos. Ya me buscaría la vida con este tema, como siempre me la he buscado.