El idioma puede ser un como un barco entregado a diversas corrientes que le llevan por caminos a veces extraños. Esas corrientes pueden ser espontáneas, pero no siempre lo son necesariamente y ya se ha señalado más de una vez. Tampoco la evolución, el derrotero que traza el idioma es siempre el mejor, o siquiera mínimamente estético, al menos a ojos de unos cuantos, entre los que me encuentro.
Para abrir boca, aunque supongo que ya se me ocurrirán más corrientes que hacen derivar el barco del idioma, propongo aquí dos.
La primera está provocada por los bienpensantes, sin duda alguna, y es todo un clásico en el idioma español. Es esa manía de cambiar por pudor las palabras, eliminando acepciones antiguas por encontrarlas peyorativas. Si digo que es corriente antigua es porque ya está identificada desde hace mucho tiempo, aunque al parecer en nuestros días no hace otra cosa que ganar en intensidad. Es aquello de sustituir viejo por anciano y éste por mayor, al considerar la primera peyorativa. Ya hace muchos años se sustituyó cojo por mutilado, o ciego por invidente. El colmo supongo que lo da esa evolución sin fin que ha llevado de inválido a impedido a incapacitado y de éste a discapacitado y ahora creo que van por algo así como persona con movilidad restringida, aunque supongo que no será la última entrega.
La otra corriente, clarísima, es esa que, por alguna razón, tiende a alargar las palabras de forma innecesaria. Antes siempre se ofrecían empleos, ahora en cambio se ofertan. Supongo que esta corriente es fruto de la simple necedad.
A veces las dos corrientes señaladas se funden en una sola, muy poderosa. Se suman la mojigatería lingüística con las ganas de construir palabros innecesarios. ¿Un ejemplo muy claro? Me contó un amigo hace pocos días que en las empresas la gente ya no se marcha, o la despiden, sino que se desincorporan. Sin palabras.
Y eso es todo de momento, ya seguiremos balizando esta agua.
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