Hace años bajé al Metro de Madrid justo tras una discusión. Iba con el ceño fruncido, abismado en mis cosas y fui pararme justo al borde del andén. Allí estaba yo, de ánimo sombrío cuando llegó por el túnel un de los trenes viejos, que lo hacían con un estruendo tremendo.
Se me ocurrió volver la cabeza y, para mi pasmo, el conductor, que venía dándole a esa manivela horizontal de los metros de antes, me estaba observando con expresión casi de pavor. Más tarde caí en la cuenta de que sin duda aquel pobre hombre, al verme justo al borde y con ese aire sombrío, se temió que me arrojase a las vías, delante del tren. Son muchos los que lo hacen y es algo que los conductores llevan muy mal, eso de arrollar a suicidas.
El caso es que yo a mi vez le miré con expresión de absoluta perplejidad y la de él, al advertirlo, se trocó en una de alivio inmenso. Había constatado el error y, esa vez al menos y en esa estación, no se le iba a arrojar delante para su horror.
Luego el tren siguió hasta ocupar todo el andén. Yo subí al vagón aún desconcertado por esa cara de miedo y sólo al rato de cavilar caí en la cuenta. Y entretanto, cavilando, ya se me había ido el enojo, que por cierto no recuerdo a qué se debía.
Siempre es la mirada del otro, la que nos pone la alarma.
😉
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Un beso