A estas alturas no queda más que algún parche de nieve helada, en zonas de sombra. Restos de la gran nevada de hace diez días. En mi barrio, el más alto de Madrid Capital, estuvo nevando todo el viernes sin cesar, desde las ocho de la mañana a las diez de la noche. Todo quedó blanco y, como aquí hay gran número de inmigrantes, muchos de ellos de los trópicos y el ecuador, la calle estaba llena de muchachos maravillados que veían por primera vez la nieve.
El sábado a mediodía se abrieron las nubes pero, como soplaba aire de las montañas, no tardó en helar. Así que el domingo, cuando bajé a desayunar a una cafetería próxima, las calles estaban bajo la nieve y, sin embargo a pleno sol. Todo estaba lleno de reflejos de luz y uno tenía que caminar deslumbrado por el blanco, atento a no resbalar sobre el hielo, oyendo el susurro de los neumáticos al pasar los coches sobre el asfalto mojado. Pocas veces vemos en Madrid algo parecido.
Pero el sábado a media mañana aún nevaba. ¡Cómo nevaba! El cielo cerrado a plomo, el viento como un cuchillo y, a ratos, una niebla helada. Tuve que ir a esas horas hasta el Ensanche de Vallecas, un barrio nuevo, hijo de la burbuja inmobiliaria. Allí, de la noche al día, han surgido torres de viviendas y, como la recesión ha sorprendido al barrio en pleno crecimiento, hay edificios enteros sin habitar y otros reducidos a las vigas, porque la obra se paró por quiebra de la promotora.
Es un barrio de avenidas largas, rectas; de rotondas amplias, aceras anchas y con poca gente. Metro Valdecarros es ya el final de todo y, más allá, no hay más que campos. Aquel día, bajo los copos, estaba todo desierto, blanco. Por las llanuras nevadas corría un viento helado que, a ráfagas, arrastraba cortinas de nieve en polvo. Caminar por aquellas aceras heladas, entre el susurro de nieve al caer, oyéndola crujir bajo las zapatos, viéndola correr en torbellinos por los descampados y entre los rascacielos a medio construir, uno se sentía casi en el fin del mundo.
En esos momentos, lo que hice fue procurar salir de allí lo antes posible, en busca de algo de calor. Sólo más tarde, al recordar esa imagen de avenidas que dan al campo, batidas por rachas de nieve, se me ocurrió que aquello había sido único, algo que es muy difícil que vuelva a vivir, en el mismo lugar. Se me ocurrió también que siempre ocurre así; que lo único, lo extraordinario que encontramos, para bien o para mal, no lo reconocemos como tal hasta que ha pasado, y entonces ya es tarde para saborearlo y sólo nos queda echar la vista atrás.
Pocos León, describen con tanta poesía como lo hacés vos.
En cuanto al tema, ese es nuestro destino trágico: en la sed infinita del deseo, nos perdemos de disfrutar los deleites del agua que bebemos.