Hoy regresaron el frío y las brumas a Buenos Aires, pero ayer tuvimos un día de verano en pleno invierno, con picos de 27ºC. Pero, no obstante, estamos ya en invierno y oscurece pronto, así que con la noche me fui a dar una vuelta por la calle Corrientes y el Microcentro que, a esas horas, era un hormiguero. A falta de algo mejor, sobre las ocho, fui a sentarme en las gradas de la gran plaza del Obelisco, que está cortada en dos semicírculos justo por los carriles para autos que unen los dos tramos de Corrientes, a ambos lados de la avenida 9 de Julio. Había allí, en esas gradas, todo tipo de gentes: locales, inmigrantes bolivianos (digo yo que serían bolivianos, tampoco soy un experto en identificaciones étnicas a simple vista) y, por supuesto, turistas de toda condición y procedencia.
Había también una banda de indigentes bastante mugrientos y, justo cuando yo iba a sentarme, uno de ellos se llegó a los policías que regulaban el tráfico, para pedirles ayuda. Uno de los sin techo, casi desnudo, se estaba retorciendo con las manos al estómago. Los policías le examinaron, llamaron a una ambulancia y luego se volvieron a regular el tráfico. El pobre tipo parecía estar poniéndose cada vez peor, se revolcaba, lanzaba bramidos de dolor que a veces eran tan altos que llegaban a donde estaba yo sentado, a sus buenos 25 metros.
Lo curioso es que, mientras ese indigente estaba ahí tirado, sobre la grada de piedra, a dos pasos, literalmente, estaba toda esa gente que he dicho, unos haciéndose arrumacos, otros sacándose fotos con el móvil, como si el enfermo fuese invisible. Incluso buena parte de sus compañeros le ignoraban o seguían con sus cosas y de vez en cuando, cuando lanzaba una voz de dolor en especial fuerte, le echaban una mirada de soslayo, más de fastidio que de otra cosa. Luego, ayudado por un par de amigos más compasivos, se incorporó lo suficiente y, de golpe, entre arcadas estruendosas, comenzó a echar los hígados.
Mano de santo, oiga. Los repugnantes sonidos, la visión del vaciado de ese estómago enfermo y los hedores consiguientes hicieron que todos –lugareños, inmigrantes, turistas de todas latitudes- recobrasen de golpe la percepción de cuanto les rodeaba. A una iniciaron una desbandada que dejó una veintena de metros desiertos en torno al enfermo.
En nuestra sociedad, la miseria, la opulencia y todos los grados intermedios se codean a menudo. Tal vez sea mejor así, y no dejarla escondida en guetos. Tampoco hay que esperar que todos tengan temple de buen samaritano (yo, sin ir más lejos, carezco de él). Pero ¿es necesario ignorar hasta ese punto a las personas? ¿No es de mal gusto que la gente esté parloteando y sacándose fotos mientras un hombre se retuerce y grita de dolor a dos pasos, sin darse ni por aludida de su existencia?
En fin. En cuanto al pobre diablo, primero se presentó un patrulla de la policía y luego una ambulancia con un único sanitario. Este último, tras examinarle, bajó una camilla. En ella le cargaron entre los policías y el par de indigentes que se habían preocupado de él. Se le llevaron en la ambulancia, volvieron los ociosos a las gradas y los sin techo parecieron respirar de librarse de esa presencia incómoda. En fin, que como decía el gran Cervantes, fuese y no hubo nada.
Queda mal que lo diga yo, por ser argentina, pero este es un hecho más que insólito. Ya que entre nuestros muchos defectos, no se cuenta la indiferencia.
Ahora, que la Plaza de la República, esa que rodea al Obelisco, es en sí misma un espectáculo, que alimentaría los mejores aguafuertes de Arlt.
Por alguna razón, suelen merodear por ella, todos los desheredados y no me refiero con esa palabra, tan sólo a mendigos y portadores de variadas patologías.
Corrientes y sus inmediatas paralelas, deberían terminarse en Cerrito, al caer de la noche, por pura seguridad.