Fuimos el otro día a visitar el cementerio de San Justo, que es uno de los más nobles y antiguos de todo Madrid. Está tapia con tapia con el de San Isidro y se instituyó en el 1845, así que ya llovió. Se divide en patios y así como el inferior, situado al pie de la colina, es un adefesio techado, como un hangar de columnas de hormigón visto, arriba hay patios bellísimos. No puedo mostrar fotos. En España no se permite hacer fotos en los cementerios, pues son lugar de descanso para los muertos. Y aunque no sería difícil sacarlas a escondidas, creo que uno ha de respetar las normas de ciertos sitios, y más las de uno como éste.
Están allí enterrados grandes prohombres de la cultura y la política española, también gente corriente y, a caballo entre ambos grupos, personajes que a juzgar por las inscripciones de sus tumbas debieron ser alguien en su momento, aunque ya no los recuerda nadie. Hay galerías enteras dedicadas a sepultura de niños, lo que causa cierta desazón y lleva a recordar cómo eran las cosas antiguamente, cuando llegar a adulto era un privilegio nada seguro. Vimos de hecho una sepultura en la que unos padres fueron enterrando sucesivamente a cuatro de sus hijos. Otra está adornada con el relieve de un padre que sujeta el ataúd de su hijo, mientras la madre los observa, puesta en pie. Según la inscripción de la lápida, allí fueron bajando los tres, cada uno en su momento.
Pero, como los enterramientos se extienden desde mediados del XIX hasta ahora, si uno pasea por allí, entre cipreses, tumbas mohosas, cruces caídas, ángeles desmochados y panteones de sillares tremendos, puede ver una buena muestra de lo que era nuestra cultura funeraria, que sin duda asumía corrientes muy diversas. Por ejemplo, vimos una tumba en la que rezaba la siguiente inscripción: «El señor D. Pedro Rosales. Gefe de admon. de 1ª Clase. Condecorado con la real y distinguida Cruz de San Fernando y otras varias». Y pocas sepulturas más allá, en cambio, se encuentra una inscripción que reza: «Juan, tu esposa no te olvida». Son sin duda dos formas contrapuestas. En la primera, alguien hizo el último servicio al muerto de mostrar a los que pasen quien fue. En la segunda, es una alocución dirigida al propio muerto.
Hay lápidas donde se reproduce en bronce la firma del muerto. Las hay también que dicen simplemente ¡Antonio! ¡Manolo!, cosa que quizá ahora pueda mover a risa, pero que en tiempos debía ser la forma de plasmar por escrito un grito desgarrador al pronunciar el nombre del difunto. Vimos una que rezaba: «Cuanto cariño debajo de esta tumba/ y cuantas lágrimas encima».
En fin, hay muchas inscripciones, muchos ángeles dolientes, monumentos de muchos tipos. Pero a mí, personalmente, la que más me impresionó una que, como todo lo sencillo y breve, llega más que lo largo y adornado. Decía:
Polvo. Ceniza. Nada.
Vida y dolor de los que nos precedieron.
Hay que respetarlos, sí.
Hbo una polémica el año pasado respecto a La Recoleta. Familiares de los que allí descansan, elevaron quejas, porque más que cementerio es un paseo público y la gent va charlando, riendo, como si de un parque se tratara.
Como te decía, aunque comparto que se debe ir con actitud respetuosa, quien hizo de su tumba una obra de arte, no puede, éticamente, prohibir a otros la mirada.