El otro día estuve comiendo con Sara en el Rastro. Luego, mientras tomábamos café en un segundo lugar, alguien se acercó a nuestra mesa, a pedirme dinero con la cantinela de siempre. Que le faltaba un euro para poder comprarse un bocadillo. Le ignoré, claro. El problema fue que, tras ir en vano de mesa en mesa, aquel tipo se llegó a la barra, le mostró al camarero el dinero que tenía en la mano y le preguntó, bastante cabizbajo, que si podía comer algo con eso. Él otro, apiadado, le dijo que no se preocupase, que le bastaba para un bocadillo de tortilla. Se lo dio en una bolsa de plástico y aún le añadió una lata de cerveza.           

Les juro que pocas veces en mi vida me he sentido más avergonzado. En mi descargo diré que, en una hora, se nos había acercado una gitana rumana con un crío en brazos, otra que pasaba el platillo mientras un compinche ensordecía a la gente con un teclado montado sobre un carrillo, otro tipo que tocaba la flauta. Cuando cada diez minutos te asaltan los pedigüeños, acabas diciendo que no de forma maquinal, por defecto. Y eso te lleva a pasar, sin siquiera un vistazo, de gente que de verdad necesita el dinero que te está pidiendo.           

La culpa no es nuestra. ¡Qué coño! La culpa es de toda esa caterva de mendigos profesionales a los que se permite pulular por Madrid, en detrimento de esos otros que lo son porque no les queda otro remedio. Soy de los que opinan que eso no debía permitirse. No debiera haber mendigos pero, si no queda otro remedio, es la única forma que tienen de ir tirando aquellos a los que la vida les ha vapuleado en serio. Y si por culpa de esos otros gorrones nos hacemos insensibles, se quedan sin ni siquiera ese flotador al que agarrarse.

            En fin, que me dejó muy mal sabor de boca y medio me arruinó el recuerdo de un buen día.