El otro día, a las seis ya era de noche, con el cielo del todo nublado, y a las seis y media, literalmente, se desató el diluvio. Llovió a cataratas, tanto que la gente al final casi no podía bajar del colectivo (autobús) en algunas paradas, por miedo a hundirse hasta la rodilla en el agua. Yo me bajé a menos de una cuadra (manzana) de mi departamento y no por eso dejé de llegar hecho una sopa. Todo el edificio estaba inundado, con el agua corriendo por las escaleras, porque la fuerza de la lluvia había hecho que se metiese en la mitad de los departamentos, por todas las rendijas de las ventanas. La ley de Murphy funcionó… para los otros, porque se les inundó a ellos la casa y, por una vez, yo pude dormir seco.

El caso es que, cuando volvía en el colectivo, llegando a donde nace la calle Entrerrios, en la plaza del Congreso (creo que se llama así, no tengo a mano mi guía), no pude por menos que frotar el cristal, para ver si allí seguía toda una familia de esas que andan por Buenos Aires, durmiendo al raso. Había dado la casualidad de que tuve que pasar por ahí varias veces y siempre me fijé en ellos. La última, una mañana de niebla. De haber sido fotógrafo, supongo que pudiera haber sacado una de esas fotos de impacto… de haber tenido estómago. El padre de pie, apoyado contra un carrito de hipermercado, cargado hasta los topes con bártulos, que debe ser todo lo que tiene esa familia en el mundo. La madre sentada, tomando un mate. El crio, de menos de diez años, pegado a su madre. Y un perrillo, un cachorro, atado con una cuerda para que no se escape.

Miré por la ventanilla del colectivo, entre las cortinas de agua, pero ya no estaban. Supongo que esa gente son como nómadas modernos: van de un lado a otro, y no se deben quedar más de unos pocos días en una esquina. Así que se debieron marchar antes de que se rompieran las nubes. Pero, sin duda, da igual. El diluvio debió caerles encima en cualquier otro lugar de la ciudad. En este caso, sí que se cumple el refrán de que para los pobres siempre es de noche.