La otra noche, en Buenos Aires, me acerqué a cenar a la avenida Santa Fe y, mientras estaba sentado, comenzó a diluviar. Como el resto de los comensales, aguardé resignado, tomando un café, a que parase de llover o, siquiera, aminorase un poco. Fue inútil y, a la postre, tuve que echar mano al paraguas y salir bajo un chaparrón torrencial. La calle Callao se estaba ya inundando y la gente iba como podía, sorteando zonas en las que te hundías hasta casi el tobillo en el agua.
Anoche aquí, en Montevideo, donde estoy ahora, una amiga me llevó a pasear por la rambla, uno de los orgullos de la ciudad. Soplaba un viento a lo largo de ese paseo marítimo que parecía que quería llevarse volando a la gente; doblegaba las copas de los árboles, aullaba. A la postre, también comenzó a llover con gota gruesa, y ya no paró en toda la noche.
Ahora, si me asomo a la ventana, que da a esa rambla y al mar, aunque no llueve, puedo ver algo que es como la estampa tipo del Atlántico –sur, en este caso-. Un día frio, ventoso, de luz plomiza, con los cielos cubiertos de nubes de tormenta y un mar gris y alborotado, lleno de espuma. Amenaza tormenta y, si uno sabe mirar, puede llegar a distinguir a lo lejos un buen número de cargueros, yendo o viniendo, porque este parece un puerto con bastante tráfico.
Me dicen que en Buenos Aires está otra vez diluviando. Llueve y llueve sin parar, por esta parte del mundo. Luego saldrán los de siempre a quitar hierro al asunto: que si son ciclos, que si no hay pruebas fidedignas…
Me temo que la realidad es tozuda, y suele acabar venciendo a los charlatanes de toda ralea: a los alarmistas, sí –que también los hay, los apocalípticos-, pero también a los pesebreros que echan la manta sobre los hechos, con la esperanza de que no muerdan. En vano, claro. Los gusanos acaban siempre asomando, convertidos en víboras llenas de ponzoña, tras esa estancia en la oscuridad.
No te quejes. En mi tierra ha llovido a mares esta primavera, gracias a Dios, y los jardines están como nunca de lilas, violetas y lirios, pero cuando viajo me agobia ver los secarrales de Levante. Y los verdes campos de golf en medio del desierto. ¡Qué asco!
Lo que ves por la ventana, no es mar aunque te lo parezca.
Es el Río de la Plata que por allí no es piel de león, sino cielo caído.
Cómo será, santo dios, este río nuestro, que a un marino lo engaña con alucinaciones de océano. 😉
En Buenos Aires, afortunadamente, llevamos dos días despejados. Eso sí, el frío llegó.