Hablaba el otro día del estío y hoy hemos tenido en Madrid un día que ha sido perfecto representante del mismo. Esta mañana soplaba un aire agradable, los cielos estaban despejados, tenían un color especial; de hecho, toda la atmósfera tenía una cualidad propia de esta época, un algo traslúcido, una luz peculiar.
A la tarde bajé dando un paseo. El cielo seguía azul y limpio, y ya se iba poblando de nubes altas: cirros, a los que supongo que seguirán cúmulos y, en tres días, fresco y lluvia. Vivo en un barrio muy arbolado; hay árboles de todos los tamaños y clases entremezclados: tenemos chopos, castaños de indias, moreras, sauces, pinos, abetos, cipreses, hasta creo haber visto un laurel. Debe haber muchas más especies, claro, pero los conocimientos sobre el tema de un urbanita como yo son limitados.
El caso es que ahora, con tanto árbol y tan variado, las calles están pobladas de colores. Cada especie tiene su propio tono de verde. Hay que pararse a mirar para darse cuenta de cuantos verdes puede haber. Ahora, en pleno estío, se junta todo eso con que los follajes de caducifolios van ya amarilleando unos, volviéndose rojizos y parduscos otros, en tanto que los de los perennes siguen verde oscuro.
Luego pasará esta estación imprecisa, llegará el otoño profundo, tan teñido de melancolías, y luego el invierno de ramas peladas y fríos duros. Pero no hay que lamentarlo, hay bellezas que son efímeras y eso sólo las hace aún más bellas.
La belleza no está en el objeto, sino en el ojo que mira.
Para mí, en el invierno hay belleza de sobra, no esa de los ocres del otoño, ni aquella los pinpollos reventones de la primavera.
La suya es la de los embudos del aire, las danzas de las cosas qeu el viento arrastra, las escarchas, el aliento de dragón que adquirimos, los grises que saturan lo que queda de color y las lluvias.
La belleza… es efímera y recuperable.