Madrid, a primera hora de la mañana, cuando hace frío de invierno, el cielo está cubierto de nubes de plomo y además llueve, se convierte en una ciudad de veras inhóspita. La luz es gris, el tráfico está atascado por todas partes. Y si encima tiene uno que ir a esas horas al hospital, es como si pasase visita a un purgatorio. La entrada misma es ya un hormiguero de gente que se apretuja en las puertas. Hay rostros apagados por todos lados, mala leche, y hasta las luces fluorescentes son más tristes. Supongo que los que trabajan en esos sitios están ya blindados contra ese ambiente y esas horas.
Hoy había además huelga de metro. El caos de ciudad ha sido inenarrable. Por todas partes veía uno a gente resignada o furiosa, que había tenido que llegar al trabajo andando y bajo la lluvia. Una de las enfermeras que se encargan de extraer sangre para los análisis ha llegado muy tarde. Supongo que ha sido inevitable que tuviese unas palabras con algunos de los que se arremolinaban a la puerta de la cabina, desde hacía más de tres cuartos de hora.
La cosa ha quedado ahí. Pero, minutos después, el tercero de la lista ha salido blanco de la cabina, apretándose con un algodón la muñeca. Rezongaba que la enfermera le había pinchado en la muñeca para vengarse, que le había hecho un daño tremendo. En realidad eso se llama gasometría, creo, y consisten en extraer sangre arterial, rica en oxígeno. Siempre duele mucho. Eso no lo sabía el hombre aquel, supongo. Y así es como se monta la gente sus pequeñas leyendas urbanas.
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