Hablaba el otro día de sonidos evocadores, que le llevaban a uno a otra época. Caso bien distinto son ciertos ruidos, que siempre parecen haber estado, y parece que perdurarán con el paso del tiempo. El estruendo del camión de basura, cuando acude haciendo rodar el tambor, demasiado pronto por la mañana, y los golpazos de contenedores que le acompañan, junto con las conversaciones a voz en cuello, a veces, de los basureros. Las voces de madrugada de los borrachos y las risotadas histéricas de los que salen tarde del irlandés que hay al otro lado del descampado. Los ladridos de malditos perros y los gritos de no sus no menos malditos años. Los dominicanos que te aparcan casi bajo la ventana, a las cinco de la madrugada, con las puertas del coche de par en par y la música salsa sonando a todo volumen, que te despiertan. Y a mí, encima, no me gusta la música salsa…
Dicen que no siempre llueve a gusto de todos. Añado que no siempre «no llueve» a gusto de todos. Porque todos esos que he mencionado comparten una característica. Comenten sus fechorías decibélicas bien entrada la noche, y le sacan a uno del sueño, o de los sueños. Así que lástima que, en pleno desmán sonoro, no descargue una buena granizada –o mejor pedrisco, que es granizo pero más gordo- y les alcance en plena cabeza y en el descampado, donde no hay donde resguardarse. No pido que les cause daños serios, desde luego. Sólo que les descalabre, como escarmiento. Aunque dudo que así aprendan. Los burros aprenden a palos, dicen. Algunos humanos ni con esas.
Yo sí que pido que les cause daños serios, en la cabeza o en el coche (habitualmente cutremente tuneado) para que no vuelvan a las andadas…
Que le voy a hacer… soy así de malo.
Me confieso: yo también soy mala. Más que vosotros. Pero meter por medio a los benditos burros…
Probaste vivir ena temporada en el campo.
En la primera semana te sorprende oir el silencio. Sentís que te hiciste uno con la naturaleza, que has encontrado el paraíso. Unas semanas después, el silencio nos taladra los oídos, nos crispa los nervios, y la nostalgia por los ruidos molestos entre los que crecimos, nos aplasta.
Yo vivo en el campo, con rumor de viento entre los árboles y tañidos de campanas. No me taladra el silencio: me ha enseñado a escuchar mejor. Lo que sí me taladra es un jodido gallo que despierta al vecindario a las cinco, a las cuatro, a las tres… y nos tiene más sometidos que a las gallinas.
He intentado recordar algún sonido agradable de la ciudad (¿el agua de las fuentes? ¿las monedas saltando en las máquinas tragaperras? ¿el pitido melancólico del metro? ¿el zumbido de las vespas? ¿las sirenas?). Al final, he echado en falta algunos: el de los tranvías subiendo a la Alfama, las voces de los ciegos de Salamanca, las mascletás… y las conversaciones nocturnas en mi calle de La Habana.
Ánimo, que no decaiga.
Sonidos de ciudad evocadores, Elvira?
Las tímidas campanadas de las cucharitas contra los pocillos de café.
Los pasos solitarios en las madrugadas de invierno.
Los pájaros que no se han dado cuenta de su calidad citadina.
Uff… que no todo es malo, aunque sueenen mejor en campos, mares y bosques.
Mujer, no te esfuerces en convencerme. Es mucho más simple: allí no me pasaría las horas ideando mil maneras de asesinar a un gallo.