Durante siglos, quizá a lo largo de toda la historia, nunca la cultura ha sido en realidad libre. Siempre ha caminado por los derroteros que le marcaban círculos restringidos de poder. Allá por el XIX y comienzos del XX, tales pastores eran los aristócratas y burgueses en sus salones, los tertulianos de ciertos cafés, académicos desde sus cátedras, camarillas de artistas bien conectados con el poder… Eran ellos los que decidían lo que era bueno y lo que no, lo que había de pasar a los cánones y preservarse, y lo que debía perderse en el olvido.

Estamos hablando de aristocracias simbólicas: minorías no ligadas necesariamente al poder económico -aunque a menudo era así- sino que se arrogaban la autoridad para dictar qué obras, ideas y voces tenían la legitimidad cultural. Esas aristocracias eran las que marcaban el paso de la cultura.

Pero hoy, sin embargo, esos tradicionales pastores de la cultura se están viendo desplazados. Porque ya no son un manojo de personajes autoencumbrados los que dictan qué libros, músicas, cuadros, películas hay que frecuentar, sino los algoritmos, que dirigen al público hacia obras y autores concretos. Es un tránsito desde élites visibles a inteligencias invisibles que no hace más libre a la cultura, sino que tan solo la cambia de pastores.

Las viejas aristocracias simbólicas

Durante toda época, el acceso a la creación y difusión cultural ha estado controlada por grupos restringidos. La alta cultura no nacía y se desarrollaba de una forma espontánea, sino que era el resultado de una construcción dirigida, más o menos deliberada, por parte de distintas élites que podían ser los gobernantes, los sacerdotes, los nobles y, ya en las edades Moderna y Contemporánea (en el caso occidental, claro) por mecenas, academias, cenáculos literarios o redes de influencia.

En el París del XVIII, salones ilustrados como los de madame Geoffrin o la marquesa de Rambouillet no solo marcaban tendencias, sino que decidían qué pensadores y artistas merecían el trascender. Y en España, las tertulias del café de Lorenzini o los cenáculos como los de la Generación del 98 modelaban los enfoques que debía tener la nación culta.

La cultura siempre ha sido algo en realidad restringido y, en nuestra historia reciente, cotos cerrados en los que el capital simbólico (el prestigio) y los contactos han sido lo decisivo, y no el talento. Otra cosa es que, entre esas aristocracias simbólicas, ni había acuerdo ni calma. Las luchas por el poder simbólico en el ámbito de la cultura han sido una constante. Por poner un ejemplo clásico, los culteranos, encabezados por Góngora, disputaban con los conceptistas de Quevedo no solo sobre estilo, sino también acerca de lo que debía considerarse calidad y buen gusto.

Conflictos entre élites, en busca de la supremacía simbólica, que se trasladaban hacia abajo, al pueblo. Recordemos, si no, cómo, en el viejo Madrid, los partidarios de esta o esa otra corrala de comedias se enfrentaban verbal y físicamente con un encono que nada tenía que envidiar a los hooligans futboleros de la actualidad.

Rebeliones contra la autocracia cultural

Por supuesto que ese pastoreo, ese despotismo de las élites simbólicas no se ha ejercido sin resistencia ni contestación. A lo largo de la historia reciente hemos conocido verdaderas rebeliones, convertidas a veces en revoluciones culturales, que trataron de subvertir el orden simbólico establecido.

Ahí está el romanticismo, que se alzó contra el racionalismo ilustrado y las formas académicas. O vanguardias como el cubismo, el futurismo, el dadaísmo, el surrealismo, que buscaron romper con las convenciones burguesas, reinventando el arte desde sus raíces. Y las contraculturas del XX, de los beatniks a los punks, que abanderaban la autenticidad frente al conformismo.

Pero estas rebeliones rara vez triunfaron, aunque tampoco fueron derrotadas de manera clara. Como suele ocurrir, las élites, al ver a los rebeldes fuertes, buscaron asimilarlos.

El sistema dominante, si es listo, sabe que no siempre es necesario combatir la disidencia: basta con absorberla, vaciarla de sus aristas rompedoras y convertirlas en simple tendencia, cuando no mercadería. Y esos rebeldes culturales, que en muchos casos no buscaban en realidad una ruptura, sino tan solo hacerse un hueco entre las élites simbólicas, a menudo se han dejado comprar sin rechistar. En ese sentido, las revoluciones culturales se parecen mucho a las revoluciones políticas. Pueden buscar cambiar el orden establecido, pero sus cabecillas pretenden ser los dirigentes de ese nuevo orden.

Así, la contracultura se convirtió en producto y consumo y, por ejemplo, el punk, nacido para dinamitar el mercado, acabó en poco más que en camisetas. Y la Movida Madrileña, que surgió como un estallido de libertad marginal, fue fagocitada para convertirla en postureo, bares de moda, icono institucional y postal de modernización. Por supuesto que siempre hay quienes se resisten a esa asimilación, pero lo único que consiguen es quedarse fuera del nuevo reparto del pastel entre rebeldes y vieja aristocracia simbólica.

La disolución del viejo orden

En la Antigüedad, las élites políticas y económicas marcaban el paso de la cultura. Augusto encargó a Virgilio la Eneida para ennoblecer los orígenes de Roma, el clero cristiano financiaba arte en forma de catedrales, música sacra, pintura religiosa… los ejemplos son múltiples. Con las edades Moderna y Contemporánea, esa subordinación no desapareció, pero sí hubo una coexistencia con una especie de cesaropapismo cultural, puesto que surgieron élites de artistas y creadores que no solo dictaban las normas y el canon, sino que gozaron de poder económico y hasta político.

Pero, en la segunda mitad del siglo XX comenzaron los temblores que presagiaban el fin de esa era, aunque nadie fue capaz de anticiparlo. Se universalizó la educación pública y luego el acceso a los medios de comunicación, que no hicieron sino multiplicarse en número y canales de difusión. Y después llegó Internet.

A esa llegada le acompañaba la ilusión de una cultura de veras democrática. Veíamos un futuro próximo en el que cualquiera podía crear, publicar, opinar, y en el que las antiguas jerarquías quedarían obsoletas. Pero, en esa supuesta democratización se estaban sembrando las semillas de nuevos pastoreos culturales.

El algoritmo: El Gran Pastor

A día de hoy, los algoritmos mediatizan qué leemos, visionamos, escuchamos. Creemos acceder a los productos culturales de forma libre pero, en realidad, las plataformas de Internet nos redirigen de forma constante. No hay maldad en ello. Plataformas como YouTube, Spotify, Netflix o Amazon no buscan beneficiar al usuario, sino maximizar su tiempo de permanencia en dichas plataformas y, por tanto, aumentar sus ingresos. No pretenden brindarnos lo más profundo intelectualmente, ni lo más brillante narrativa o estéticamente. Lo que hacen es ofrecernos aquello que tiene más probabilidades de engancharnos. Por ejemplo, el 80% de lo que escuchamos en Spotify procede del 1% de artistas muy promocionados. Es solo un botón de muestra.

La lógica de la cultura ha cambiado y lo que rige es el clic inmediato. La cultura está inmersa en un flujo incesante de estímulos. Recibimos estímulos gratificantes, consumibles con facilidad y olvidables con rapidez. El algoritmo no tiene rostro ni ideología, busca la eficacia y su impacto sobre el público y la sociedad es más profundo que el de cualquier aristocracia simbólica de épocas anteriores.

El impacto de la era algorítmica

La primera gran consecuencia es la homogenización. Aunque la oferta parezca infinita, el algoritmo decide qué productos aparecen en el escaparate.

Después está el moldeado inconsciente de los gustos. Creemos elegir, pero lo cierto es que esa elección se hace entre los que se nos muestra y, como todos saben, la repetición crea el hábito.

Y está también el agotamiento creativo, porque muchos creadores acaban por amoldar su obra a lo que los algoritmos premian. Y eso da visibilidad y retorno económico y simbólico, a cambio de renuncia al riesgo, a la calidad y a la profundidad.

Matices

Añado que, desde luego, este retrato es incompleto. Alguien podría decir que nunca ha habido más autores, más artistas, más iniciativas que ahora. Y es cierto. Pero la gran mayoría están en el extrarradio y la oferta cultural se concentra en lo que nos brindan los algoritmos. En ese sentido, es verdad que la cultura ha crecido de manera enorme, pero lo ha hecho a la manera que algunas megalópolis de países del tercer mundo durante el siglo XX. Si la cultura es una ciudad, es con un pequeño núcleo ordenado, rico y brillante, rodeado de suburbios en los que se subsiste a duras penas.

Otros podrían aducir que, al hilo de Internet, ha surgido una nueva élite simbólica: los influencers culturales. Es verdad, están ahí, algunos tienen miles o cientos de miles de seguidores y los hay incluso que viven muy bien de ello. Pero su capacidad de influir es residual, más que marginal, comparada con lo de los algoritmos.

Y a eso añado yo mismo que, aunque es cierto que los algoritmos no tienen ideología, quienes están detrás si la tienen. Ahí está, en ocasiones, el esfuerzo por reconducir al público hacia productos de tendencia woke, sin ir más lejos.

¿Y ahora qué?

La vieja aristocracia simbólica de la cultura parece haber caído, por más que siga activa dando voces que casi nadie escucha. Muchos no la echaremos de menos, pero lo cierto es que no lo hemos cambiado por algo mejor. No estamos ante el Gran Hermano de Orwell, que todo lo ve, sino ante el Gran Pastor que, sin violencia, sin ni siquiera enterarnos, nos reconduce hacia los productos que sus procesos indican que son los más lucrativos para sus dueños.

Se aportan soluciones tales como que debemos buscar obras rupturistas y creadores que desafíen los moldes. Que hemos de enfrentarnos al algoritmo apostando por la figura del curador consciente…

Pero lo cierto es que a mí eso me parece todo contrarrevolución. No creo que esto se arregle volviendo a lo que había antes. Yo, desde luego, no conozco la solución a esto, pero sí apuesto por un puñado de recetas.

Por ejemplo, reflexionar sobre nuestros propios hábitos de consumo. O buscar y dar al menos una oportunidad a manifestaciones creativas y artísticas a las que el algoritmo tiene en los arrabales de la cultura. Hay muchos pequeños actos útiles que pueden ayudar a que subsista una pluralidad de la cultura que creímos que iba a llegar, pero que no ha sido así. Todo menos volver a entregarnos a aristocracias simbólicas humanas a la vieja usanza. Ya han estado ahí miles de años. Vamos a intentar que se marchen a esa misma nada a la que han estado mandando durante todos esos milenios a infinidad de autores y obras.

No tenemos la respuesta. Pero sí disponemos del derecho del público inquieto y no conformarnos con la senda que se nos marca.