Estamos en Noche de Reyes y me gustaría haceros un pequeño regalo. Este anticuento de Navidad que escribí hará tres años quizá. Y ahora, con motivo de haber mudado el blog, estoy canibalizando contenidos del antiguo. Os dejo este relato, que lo disfrutéis. A mí esta historia, una vez que la puse por escrito, me dio que pensar, la verdad.
De algunos quijotes y diversos sanchopanzas
Estos son días para el recuerdo, o eso dicen. O es que a fuerza de oír que son para el recuerdo ya estamos condicionados a ello y le damos un espacio mayor a la memoria. Y el caso es que se me ha venido a la cabeza un personaje al que conocí hace muchos años. Todo un personaje, en el buen sentido de la palabra.
Fue en los años setenta y ya era un hombre de edad avanzada, así que con toda probabilidad debió fallecer hace ya bastante tiempo. A pesar de sus años, daba clase de inglés en una academia a la que yo acudí a preparar el ingreso en la Escuela Superior de Náutica. Así fue como entré en contacto con él.
Este hombre había sido marino mercante en su día. Radiotelegrafista, para más señas. Durante un tiempo estuvo navegando entre España y la costa este de los Estados Unidos. Y de ahí pasó, con otros marinos españoles, a trabajar en un barco granero con bandera estadounidense. En esa compañía se dedicaron durante años a llevar cereales desde la costa oeste estadounidense a Japón. Estamos hablando de los años 30, así que si ahora todo eso nos resulta exótico, imagínense como se verían un San Francisco y un Tokio para un español de la época.
Ahí estaba contento y bien remunerado. Y ahí habría seguido de no ser por el estallido de la Guerra del 36, la última por ahora de nuestras guerras civiles. Los marinos mercantes de la época eran en su gran mayoría de convicciones republicanas, y algunos de ellos no solo de boquilla. Al arribar a la costa este americana y conocer la noticia, nuestro hombre —del que no recuerdo el nombre— fue de los que no dudó en despedirse y volver a España para tomar las armas en defensa de la República.
Sobrevivió a la contienda pero tuvo que sufrir las consecuencias de haber luchado por el bando perdedor. Sobre todo porque él, habiendo vuelto de los Estados Unidos para luchar, no pudo aducir como otros que se vio atrapado por las circunstancias. Al menos no perdió la vida, pero estuvo preso durante años, condenado a trabajos forzados.
Cuando por fin lo soltaron, por la razón arriba dicha, no pudo volver a navegar. Le quitaron su título de radiotelegrafista y ni siquiera le dieron la oportunidad de exiliarse para trabajar en buques extranjeros. Ser marino en tierra a la fuerza es duro, créanme. Es un trabajo muy especializado que en algunas de sus ramas, como la de puente, poca salida tiene en tierra. Y encima, en el caso de nuestro héroe, republicano confeso y convicto, y en la postguerra.
Anduvo el hombre décadas viviendo de lo que podía. Al cabo de mucho tiempo recaló en la academia de otro personaje con el que compartía ciertas características. Comunista expulsado de malas maneras de la universidad de la época por sus convicciones políticas. Este segundo tuvo algo más de suerte, pues pudo montar una academia gracias al amparo que le dio un alto cargo de la armada franquista, que era amigo suyo y que no le abandonó cuando cayó en desgracia.
Ya que estamos en Navidad, este podía ser nuestro cuento de Navidad dentro del cuento. Y la moraleja sería que la naturaleza compensa: que si bien es cierto que nuestra nación produce en abundancia sujetos amigos de dar el paseíllo o en su defecto perseguir, tampoco es menos cierto que produce igualmente gente decidida a impedir que los primeros cumplan sus miserables designios.
Pero, volviendo a nuestro protagonista, hablaba el hombre de todo aquello, décadas después, sin excesivo rencor. Aunque sí con obvia amargura. Porque ahí estaba, añoso y dando clases de inglés para poder sustentar su vejez. Y gracias. Es que —y eso no es moraleja de Navidad— la vida no suele ser amable con los hombres de talante aventurero, ni con los de recto proceder, y menos con los de firmes convicciones. Supongo que debió dar clase hasta que la salud ya no le permitió ni eso. Que eran los años setenta y, aunque se nos ha olvidado, las cosas no eran como ahora, por mal que estemos en estos últimos años.
El caso es que contó una vez en clase, a propósito de su peripecia vital, algo que he vuelto a recordar y que ahora comprendo que se me quedó ahí, oculto pero grabado. Sería la tercera moraleja, el ejemplo perfecto de que siempre, siempre, se puede empeorar.
Verán. En sus años de dar tumbos sin oficio ni beneficio, como es lógico se lamentaba de su decisión. Se maldecía por haber dejado el barco del Japón, envidiaba a los que en él se quedaron, lejos y a salvo de la pesadilla que se abatió sobre España en aquellos años.
Y ocurrió que años después, dando tumbos, este buen hombre se encontró con uno de sus antiguos compañeros en el barco del Japón. Se abrazaron, se fueron a tomar vinos. Le tocó a este contar primero qué había sido de él en la vida. Narró su participación en la guerra, la derrota y la prisión, los años forzados. Y le dijo:
—Y así estuve, amigo, comiendo y cenando cebollas hervidas durante siete años.
Él otro parece que se encogió de hombros y le contó su aventura. Resulta que el ataque a Pearl Harbour sorprendió a su nave en Japón. Como enarbolaba bandera estadounidense, los japoneses los aprisionaron a todos. Y, ¡tate!, también los mandaron a trabajos forzados. Picando piedra se pasaron toda la guerra mundial. Y por lo visto este segundo personaje concluyo con un:
—Comer y cenar siempre cebollas hervidas no está mal del todo. Macho. Que en los campos de concentración japoneses nos daban de comer hambre y de cenar palos. Y así también yo siete putos años.
¿Cuál es la moraleja?
Pues no se me ocurre otra que, a veces, todas las salidas son igual de malas. O, por ser un poco más retóricos, que en ocasiones a los sanchos no les va mejor que a los quijotes… ni viceversa.
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