El otro día en una entrevista me preguntaron si no me arrepentía de haberme desprendido de parte de mi biblioteca personal. Aludían al hecho de que doné hace tres o cuatro años gran parte de mis libros de literatura fantástica a la BYU de Utah. Mi respuesta fue que no solo no me arrepentía, sino que estaba en vísperas de desprenderme de una parte significativa de lo que me resta.
Me salió de corazón y no es ninguna boutade. Llevaba ya tiempo dándole vueltas en la cabeza y una pregunta tan oportuna sirvió para cristalizar la decisión. Así suelen funcionar las cosas. Podría haber estado años pensando en ello y sin dar el paso, pero al verbalizarlo ya no hay marcha atrás.
Verán. Aquellos que acumulan libros y libros, y crean bibliotecas de miles y miles de volúmenes, tienen todo mi respeto. Son bibliómanos. Aman los libros. Pero no es la única forma de amar los libros.
A menudo recorro mi cada vez más exigua biblioteca, tomo un libro que leí hace años o décadas y soy consciente de que nunca en mi vida volveré a leerlo, por la razón que sea. Están ahí, en los estantes, cogiendo polvo y ocupando sitio en vano, cuando otras personas podrían estar disfrutando de su lectura. Y también dejando hueco a libros nuevos. Porque yo soy de los que siguen leyendo.
Así que he decidido reiniciar mi biblioteca. Reset. Voy a recomenzarla, aunque no de cero. Con algunos de mis libros mantengo cierto vínculo emocional. Pero voy a liberar muchos volúmenes. Lo haré por tandas y sin complicarme. Los regalaré y que otros disfruten de ellos, y el método será sencillo. Iré sacando listas de libros y, el primero que pida uno, para él será.
Así que atentos a sus pantallas.
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