¿Cuántas veces me harán preguntado por qué llevo un aro de oro en la oreja izquierda? En muchas ocasiones, mi interlocutor ya había elaborado él mismo una respuesta. La de que me lo puse en mis tiempos de marino mercante como se supone que manda la tradición. Me temo que se equivocan.
Es cierto que comencé a usarlo en aquellos años, sí. En concreto, me perforé el lóbulo de la oreja en una escala en Valparaíso. Pero no fue para conmemorar el cruce del Cabo de Hornos, entre otras cosas porque jamás lo crucé. Además, eso de que el aro es una distinción que lucían aquellos que realizaban tal cruce es una elaboración a posteriori. Los marinos gastaban pendientes de oro mucho antes de que se acuñase esa historia, o esa otra que dice que el aro señala el paso por tres puntos tempestuosos: Hornos, Buena Esperanza y el estrecho de Torres.
Me lo puse en mis tiempos de marino pero no por ser marino. Nunca fui muy dado a atrezzos identitarios de ninguna clase. Me coloqué aro y lo sigo usando porque es una especie de anclaje simbólico.
Verán. De entre las varias explicaciones que se dan sobre el origen de los aros, hay una que me fascinó. Es esa que lo atribuye a la condición de los marinos de forasteros en costas extrañas. A que usaban pendientes porque, si naufragaban y se ahogaban, en caso de que la mar tuviese a bien arrojar sus cadáveres a la costa, el oro seguiría en sus orejas. Así se aseguraban de que, con ese oro, los lugareños podrían pagarles honras fúnebres.
Sea o no verdad, me encantó. Fue eso lo que hizo que me lo colocase un día ya muy lejano. Mucho tiempo después, pero hace ya años, cuando le comenté a un tendero de la calle Corrientes, en Buenos Aires, que era forastero de paso, él me contestó: «amigo, en este mundo todos estamos de paso». Es muy cierto. Por eso a mí me gusta, cuando me miro en el espejo, ver este aro de oreja y recordarlo.
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