El otro día regresaba a casa cuando me encontré a un pobre hombre tirado cuan largo era sobre la acera. No en mitad de la misma, sino en un pasadizo flanqueado por setos que, pasando entre dos edificios y sus jardincillos, hace de atajo entre dos de las calles del barrio. En esos pasos, las raíces de los árboles tienen la mala costumbre de levantar las baldosas. Y se ve que el buen hombre iba pesando en sus cosas, tropezó con una de esas baldosas y se fue de morros contra el suelo.
De morros. Ahí estaba tirado. Otro que pasaba y yo lo vimos al mismo tiempo y le auxiliamos, y a los pocos segundos se nos unió una mujer. El tipo estaba más que dolorido. Le ayudamos a ponerse en pie, le sostuvimos un momento, le preguntamos si llamábamos al 112. Nos dio las gracias pero me llamó la atención que más que agradecido parecía avergonzado, con ganas de alejarse cuanto antes.
No es que el tipo fuese un ingrato, imagino. Es que sin duda le daba apuro el haber tenido que recibir auxilio de viandantes. Y no es el único caso que he presenciado. Es como si cada vez nos diera más vergüenza que la gente, aún los amigos, nos ayuden en una u otra tesitura. Me temo que en esta cuestión estamos desarrollando pudores absurdos.
Eso me recuerda a un par de entierros de pueblo a los que asistí allá a finales de los 70. La gente procuraba mantener la compostura, los había que lloraban de forma abierta, había ataques de nervios que casi parecían epilepsia, chillidos de dolor e incluso alguna mujer de edad que se arrojaba sobre el ataúd y teníamos que despegarla entre varios a la fuerza.
Qué diferencia con los de ahora, ¿no? Ahí todo el mundo se muestra fríos (que no es lo mismo que mantener la compostura), parapetados tras gafas negras. Todo como reglado. Pero en aquellos entierros en los que se chillaba y se lloraba a gritos, una vez que se echaba la tierra sobre la caja, a los tres días la gente estaba ya a sus asuntos con normalidad. A los muertos se les vela, se les llora, se les honra y se les deja luego enterrados. Los vivos en su sitio y los muertos en el suyo.
Ahora en cambio los entierros son niquelados, sin excesos emocionales ni demostraciones desaforadas. Pero luego la gente, diez años después, sigue en tratamiento psicológico por depresión, angustia y demás etcs provocados por esa pérdida.
Curioso ¿verdad? Te paras a pensar en estas derivas de actitud y emocionales. Y llegas a la conclusión de que no hemos salido ganando, no, con este tipo de cambios.
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