A veces tenemos desde el principio suficientes elementos de juicio, pero no somos capaces de encajar las piezas. No vemos lo que está ocurriendo bajo nuestras propias narices. Será que el cerebro es así. O que no solemos detectar lo que no esperamos.
Eso me ocurrió en la presentación de cierto libro al que fui de más que mala gana. Era un compromiso con una tercera persona. La autora del libro me caía y me cae mal de solemnidad. Y aquella obra en concreto, más que mediocre o mala, era una rotunda soplagaitez.
La presentación se perpetró en un auditorio amplio, con un aforo de puede que 200 o más personas. Para mi pasmo me lo encontré a rebosar. Hasta la bandera. Jamás hubiera yo esperado que la mindundi aquella reuniese a tantos fans. Y encima la inmensa mayoría de los asistentes eran personas de edad avanzada. Mayores que no cuadraban ni de lejos con el target de la autora y su libro.
Pero bueno. Ahí estaban.
Mira que no darme cuenta de lo que de verdad pasaba. Ni lo sospeché a lo largo de toda la presentación -presentadora de gracias sin gracia, presentada pedante y radiante-. Solo caí en la cuenta cuando, acabado el acto en sí, sacaron el catering.
Ay, amigos. Aquello de Jeckyll y Hyde es cosa de niños. A la vista de las bandejas, los pacíficos ancianos se convirtieron en pirañas senectas que en un abrir y cerrar de ojos arrasaron con todo. La undécima plaga bíblica. Dos abuelos hasta llegaron a las manos por un canapé de jamón.
Fue al ver a aquellos dos viejos feroces empujándose e insultándose por esa loncha sobre pan cuando por fin mi lento cerebro cayó en la cuenta.
Aquella multitud añosa no había acudido atraída por el lustre de las letras. De hecho supongo que a muchos de ellos los libros les importarían un pimiento. Se congregaban al olor del papeo gratis. Estaban en el secreto de que en aquel auditorio, cada vez que se celebraba una presentación, se podía comer y beber por la cara. Y lo abarrotaban, claro.
¿Y los que organizaban todo eso en nombre y con los dineros de la editorial? Pues encantados de la vida. A ellos plim. Lo que importaba era mostrar luego a sus jefes que sus presentaciones estaban siempre hasta la bandera.
¿Y la autora? Pues también encantada, pero esa porque es tonta.
¿Cómo llamaríamos a eso? Una sinergia extraña. ¿Una suerte de simbiosis? Si, teñida de cierto parasitismo. Aunque quizá con toda propiedad y en más de un sentido debería mejor definirlo comensalismo. Comensalismo literario, claro, y a varias bandas.
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