Lo reconozco: vengo encendido. Encendido porque a la puerta de un supermercado próximo me he encontrado a un crío pateando a un perrillo. Como lo leen. El perro era uno de esos pequeños, de lanas. Estaba atado a una verja contigua a la puerta del super, sin duda porque su dueño lo dejó ahí mientras hacía la compra. El crío a su vez estaba solo. Sin duda su progenitor o progenitores estaban pagando en caja y se había escapado.
Me detuve al ver que le daba una patada al pobre can. Al observar cómo le daba una segunda le espeté en tono (razonablemente) mesurado:
-¡Niño! ¿Pero qué haces? ¡Deja en paz al perro?
¿Y no va el maldito crío y se me revuelve? Un batracio que no me llegaba ni a medio muslo. Y va y me chilla:
-¡Hago lo que quiero! ¡Soy un niño!
Bueno. Hasta ahí podíamos llegar. Le solté tal bramido que ese tendrá problemas timpánicos para el resto de su vida. Y algún instinto atávico le debió avisar de que el ser «un niño» quizá no le daba tanta inmunidad como él creía. Puede que sí ante educadores acobardados por la legislación o ante dependientes resignados. Pero desde luego no frente a viandantes irascibles.
Como los atavismos a menudo son sabios, ha hecho caso a su instinto y ha huido al interior del super, sin duda en busca de refugio junto a su progenitor o progenitores. Yo me he quedado en el sitio unos segundos, enojado, por si acaso algún padre salía a pedirme explicaciones de por qué había asustado al pequeño monstruo. Luego, como no ha sido así, he seguido mi camino.
La verdad es que el incidente me ha dejado de muy mal café. Pero entre las nieblas rojas de la ira se me han venido además a la cabeza un par de pequeñas reflexiones.
La primera es la de que cómo cambió el cuento. O sea, ¿qué ahora ser niño es patente de corso? En efecto, de siempre la condición de no adulto ha servido para explicar ciertos comportamientos, evita la reprobación social o las consecuencias de ciertos actos cometidos en función de la corta edad. Por eso le llamé la atención. A un adulto a lo mejor le había soltado un puñetazo en los morros.
Pero lo que aquel paramecio me vino a decir era como era «un niño» tenía todo el derecho a patear al perro. Y eso no se lo ha inventado él. Eso es lo que ha vivido y ha acabado por asimilar como derecho. Que una y otra vez se le ha permitido cometer desaguisados sin impedírselo ni castigarle, en función de esa condición. Es un gran error. Puede que sea además un error común al educar, por lo que parece. Pero desde luego yo soy uno de tantos que no está dispuesto a pagar ese error de otros.
Lo segundo que se me ocurrió es lo mucho que se ha complicado todo en el plazo de tres o cuatro décadas. No sé si para bien o para mal, que eso ya es otra cuestión. Pero antes, cuando un adulto le daba una voz a un chaval por hacer el borrico, este de entrada no se atrevía a encarársele. Y si aparecía alguno de sus padres, lo más seguro es que el chico acabase con las orejas calientes.
Ahora podría haber pasado casi de todo. Y no me refiero a acabar a tortas con algún progenitor complaciente e hiperprotector. Lo mismo ese progenitor podría haberme denunciado por maltratar psicológicamente o algo así a su retoño. Claro que yo a su vez podría haberle denunciado a él por dejar a su niño solo. Porque el perro en vez de pequeño y pacífico podía haber sido un dogo o un presa canario. ¿Y el perro? Podría haber denunciado yo maltrato animal, provocado por la desatención de los padres…
Vamos, que lo que hace no tanto se solventaba con un capón, podría haber acabado con todos presos. Todos excepto el crío, que habría sido entregado a los servicios sociales. Vamos: un lío.
Si yo saqué dos pensamientos del incidente, tal vez el chaval podría sacar dos enseñanzas, si fuera listo. La primera es que no hay que maltratar a seres más débiles o indefensos, sean humanos o animales, porque es una villanía. La segunda es que en el mundo real no hay que ponerse farruco con seres más fuertes porque te puede costar un buen disgusto, no importa lo que digan tus papás, las leyes o las convenciones sociales.
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