La incontinencia verbal daña la buena fama ajena, destruye la reputación del que la practica, deshace vínculos, levanta muros y siembra enemistades duraderas. Es una de las plagas del siglo XXI. No es que antes no existiese pero, ahora, gracias a las nuevas tecnologías, se ha convertido en pandemia devastadora. A tiro de clic en el ordenador, la gente la suelta cuadradas… y luego ya no tiene remedio.
La incontinencia verbal es admisible hasta cierto punto en los muy jóvenes y los muy mayores. Ocurre con la boca lo que con algunos esfínteres, que a esas edades resultan difíciles de controlar. Tampoco hay que confundir la incontinencia verbal con el calentón de boca. El primero es al segundo lo que la viruela al sarpullido. ¿A quién no se le ha calentado la boca alguna vez? Ante los calentones de boca conviene ser tolerantes. No así con los incontinentes verbales, porque se crecen. Sobre todo, no hay que reírles las gracias ni darles cancha, aunque sólo sea porque eso les empuja más al abismo.
La incontinencia verbal da pie a la soberbia propia. Enciende también la ira ajena. Como no está uno de los pecados capitales cristianos, no se redime con el simple arrepentimiento. Tampoco alcanza casi nunca el perdón. No existe vacuna pero sí, al menos, medidas profilácticas para precaverse contra ella. La mesura es una. La segunda lo que decía Napoleón: cuando creas que te han ofendido, aguarda.
También recordar los viejos refranes, convertidos en este caso en recetas de la abuela: En boca cerrada, no entran moscas.
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