Comentaba ayer con Sara que soy un tipo al que le está negada la depresión. Ella se reía, pero es verdad. A veces se me ocurre que, cuando las cosas salen mal, me gustaría tener derecho a tirarme en el sillón. A hundirme en la pasividad y a compadecerme de mí mismo. Y no puedo, no está en mi naturaleza. Es una puñeta.No me moriré de abatimiento, eso seguro. Me moriré un día de un berrinche. Cogeré un cabreo del quince y me dará un infarto, o un ictus. Fijo. Eso es lo que me sucede cuando las cosas se tuercen por culpa de terceros.
Para más inri, no sólo me está negada por mi naturaleza la depresión. También tengo la desgracia de ser, en ciertas cuestiones, muy racional. Envidio a los que disfrutan de esa capacidad de ver en cada revés una conspiración contra su persona e intereses. Tampoco puedo. Cuando uno tropieza, no es porque el otro te haya hecho la zancadilla a posta. Es que está a sus cosas y mete la pata. Literalmente, porque la mete en tu camino.
Así que la gente como yo, privada del derecho a la depresión y la conspiración, sigue con su vida y disfruta del sol –si es que luce, que es el caso de hoy-, o de la lluvia, en caso de que el tiempo sea desapacible. Jurando unas veces en arameo y otras veces con filosófico fatalismo, es cierto. Pero es que no nos queda otro remedio. No tenemos elección. ¿O sí?¿Sabe alguien de alguna academia donde enseñen, en un tiempo razonable, a deprimirse?
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